Janucá
Cuentos de Janucá

Un gran milagro ocurrió aquí
(extraído del libro El Narrador , (C) Edit. Kehot Lubavitch Sudamericana)


Esto ocurrió en la víspera de Janucá, y casi arruinó el espíritu de Janucá de Móishele. No era éste un Janucá cualquiera, era el Janucá de su Bar Mitzvá, porque él había tenido la suerte de nacer en el Shabat de Janucá.

Móishele estaba apurando su regreso al hogar para no perderse el encendido de las luces de Janucá. Él, al igual que los demás alumnos de la Yeshivá, había recibido permiso para salir antes de hora ese día, pero en lugar de dirigirse directamente a su casa, primero quería comprar un dreidl -una perinola-. No pensó que resultaría tan difícil, pero en cada negocio al que iba le contestaban que se habían quedado sin dreidls.

Finalmente tuvo la suerte de encontrar un negocio que aún tenía un solitario dréidl, y se sintió tan entusiasmado y aliviado que olvidó su habitual regateo del precio.

Ahora sí regresaba sonriendo de felicidad, con una mano en su bolsillo acariciando el dréidl mientras balanceaba la otra a la manera de los soldados marchando, y con una canción de Janucá en sus labios.

Sí, Móishele se sentía feliz y despreocupado mientras volvía a su hogar, esperando ver a su padre encender las luces de Janucá con Leá, su pequeña hermana, entonando todos juntos la plegaria de Hanerot Halalu. Luego extendería frente a su hermana su puño cerrado y le preguntaría:

"¿Adivina qué tengo en mi mano?"

Y ella trataría de adivinar.

¿Una manzana?  ¿Una banana?"

¡Una manzana! Sí. Realmente debería comprar algunas manzanas y bananas para compartir con mi hermana", pensó Móishele. "Nos deleitaremos con las frutas mientras jugamos al dréidl.

Precisamente en ese momento llegaba a la esquina donde había una frutería, a cargo de un anciano ocupado en la lectura del periódico. Móishele eligió rápidamente una manzana y una banana, preguntó el precio, pagó y salió corriendo.

En su apuro, Móishele no vio que un grupo de jóvenes se abalanzaba sobre el puesto de frutas, arrebatando algunas y huyendo rápida y velozmente.

Todo sucedió tan rápido que ni se dio cuenta qué había pasado cuando oyó al frutero gritar con todas sus fuerzas:

"¡Detengan al ladrón! ¡Apresen al ladrón!"

Casi al mismo tiempo, sintió que una mano se posaba pesadamente sobre su hombro. Miró hacia arriba y vio un policía de aspecto furioso sacudiéndolo.

"Déjame ir", gritó Móishele. "Yo pagué por la fruta. ¡No soy ladrón! Estudio en una Yeshivá y conozco el mandamiento: 'No robarás'".

"¿Así? Entonces, ¿quién robó frutas del puesto del pobre anciano? Y si tú has pagado por ella, ¿cómo es que no está envuelta, sino en tu mano?".

"Estaba apurado por volver a casa", dijo el pobre Móishele.

"Claro que lo estabas", dijo el policía con sarcasmo. "Cuéntale eso al Juez".

Apenas terminó de decir esto, dio a Móishele un empujón que casi lo voltea. "Ahora, muévete. Ya te llevaré a un lugar hecho para truhanes como tú, que se aprovechan de gente pobre, anciana e indefensa como el frutero".

Pronto llegaron a un enorme edificio que tenía un inmenso cartel con las palabras "Juzgado de Menores".

Entraron, y el policía entregó a Móishele a otro policía, mientras decía: "Un ladrón". El segundo policía llevó a Móishele a una habitación, descorrió el cerrojo de la puerta, lo empujó adentro, cerró la puerta nuevamente, y se fue.

Móishele miró a su alrededor en la habitación, en la que ya había un buen número de jóvenes que parecían tener su misma edad. Ciertamente su aspecto era el de un grupo de truhanes. Se apartó hacia a un rincón, lo más lejos posible de los otros jóvenes, y se sentó sobre un banco.

"Obviamente se trata de un principiante", dijeron los otros muchachos, y se acercaron para estudiarlo con interés.

"Es tu primer trabajo como ladrón, ¿verdad? No te preocupes. Pronto aprenderás a hacerlo mejor", le dijeron.

"No soy ladrón", dijo Móishele. Al oír esto, todos comenzaron a reírse estrepitosamente.

"No nos cuentes historias fantásticas. ¿Te gustaría ser miembro de nuestra pandilla? Te enseñaríamos cómo triunfar".

"No soy ladrón. ¡Déjenme solo!", dijo Móishele.

¿Con que así es la cosa? Entonces te enseñaremos una lección que no olvidarás", dijeron, y se abalanzaron sobre el pobre Móishele, golpeándolo por todos lados.

Móishele estaba indefenso contra los salvajes rufianes, pero se mordió los labios y trató de no llorar. Finalmente, se cansaron de pegarle y lo dejaron solo.

Móishele se levantó penosamente y volvió, arrastrándose, al banco del rincón más alejado de la habitación. Se sentó, pensando: 'Estos son realmente criminales, a pesar de su juventud. Entre ellos no encontrarás un joven de Yeshivá'.

Miró a su alrededor, estudiando con calma los rostros de sus 'compañeros' de habitación. Buscaba una cara judía, pero se sintió feliz al no hallarla. Sin embargo, no se sentía seguro en cuanto a uno de los muchachos. Pero no tenía ganas de hacerle semejante pregunta. Sus pensamientos volvieron a su familia y a su hogar. Seguramente estarían preocupándose, ignorando qué le habría ocurrido y dónde estaría. ¿Cuánto tiempo quedaría encerrado aquí? Quería llorar, pero se recordó a sí mismo que ya era un muchacho de Bar Mitzvá, demasiado grande para lagrimear. Y después se recordó que era Janucá, ciertamente no era momento para llorar.

Entonces sacó su dréidl, lo miró, y observó las letras nun, guimel, hei, shin (nes gadol haiá sham, "Un gran milagro ocurrió allí'). Di-s había realizado un milagro y ayudado a los Jashmonaim contra los griegos. Di-s seguramente le ayudaría también a él, a Móishele, a salir de su problema actual.

¡A no preocuparse!", decidió Móishele. "Todo saldrá bien, si Di-s quiere".

Móishele hizo girar el dréidl: ¡se detuvo en la letra nun, "nes", un milagro!

De pronto, se le ocurrió una brillante idea que trajo una sonrisa a su rostro. Se olvidó del policía y de los rufianes en la habitación que de pronto parecían mudos. Hasta llegó a olvidar la fuerte paliza que le habían dado.

Móishele parecía estar viviendo en un mundo diferente, ¡el mundo de los Jashmonaim!

Uno de los muchachos se separó del grupo, se acercó lentamente a Móishele y levantó el dréidl, mirándolo curiosamente.

"Yo sé qué es esto", dijo. "Es un dréidl".

¿Eres judío?", le preguntó Móishele con el corazón latiendo aceleradamente.

"Sí.  Yo también soy judío", dijo el muchacho en tono serio. "Ven, siéntate conmigo y hablemos", dijo Móishele ansioso. El muchacho se sentó, pero no dijo nada más.

"Cuéntame sobre ti", dijo Móishele. "Yo siento que tú no perteneces a este lugar".

"Mi historia es triste", dijo el muchacho.

Entonces le contó que había quedado huérfano a la edad de diez años, y que no quiso seguir estudiando más en la Yeshivá.

Fue criado por una tía que mostraba muy poco interés por él. Así se mezcló con malas compañías, uniéndoselas en sus asaltos contra puestos de frutas, etc., para proseguir luego con intentos más serios de robo.

Fue apresado dos veces, traído al 'Tribunal de Menores' y encarcelado. Ahora, en su tercer arresto, probablemente recibiría un castigo mayor.

"Yo no soy bueno. Es demasiado tarde para que cambie", concluyó tristemente.

"No digas eso", dijo Móishele. "Nunca es demasiado tarde. Cuando hay un deseo, hay un camino", concluyó alentadoramente.

Móishele le contó entonces la historia de Resh Lakish, quien había sido un hombre salvaje, un gladiador. Pero cambió tan rotundamente que llegó a convertirse en uno de los más grandes alumnos y seguidores de Rabí Iojanán, y hasta llegó a casarse con la hermana de éste.

Las serias y alentadoras palabras de Móishele causaron una profunda impresión sobre el muchacho.

"Oye", le dijo Móishele, "si te interesa, creo que tengo una buena idea. Mi padre es abogado. Cuando sea interrogado por la Corte, me hallarán inocente y seré liberado. Pediré a mi padre que te defienda. ¿Quisieras quedarte con nosotros? Tendrías que prometer que abandonarás tus viejos malos hábitos y te comportarás decentemente. Verás que es una forma mucho más feliz de vivir, y te gustará".

Los ojos del muchacho se llenaron de lágrimas. Brillaron, y después nuevamente se vieron tristes cuando dijo:

"Temo que realmente ya es muy tarde".

"NO es muy tarde", dijo Móishele. "Si tú haces tu parte, Di-s te ayudará".

En eso se abrió la puerta y un policía entró a la habitación, indicando a Móishele que lo siguiera.

Móishele dirigió al muchacho una mirada amistosa, alentadora, y siguió al policía.

Fue llevado ante el Juez, quien comenzó a interrogarlo. Móishele contestaba con calma. Dio su nombre, su dirección, el nombre de su padre y su número de teléfono. El policía dijo al Juez que había telefoneado al hogar de Móishele, hablado con su papá, y que estaba convencido de que había dicho la verdad.

Poco después llegó el padre de Móishele. El Juez se disculpó
por el disgusto que el error del policía les había causado y dijo a Móishele que por supuesto estaba libre de regresar a su hogar.

Pero Móishele no tenía apuro. Contó a su padre acerca del muchacho que estaba aún bajo arresto en el 'Juzgado de Menores'.

"Papá", rogó, "¡sácalo de aquí! Es un muchacho judío y tiene un buen corazón. No se le puede echar la culpa por su situación actual. Es tan triste su historia... Móishele no pudo contener las lágrimas que rodaron por sus mejillas.

Su padre no perdió tiempo en obtener también la libertad del muchacho que ya no fue más "Jack, el ladrón", sino Yaacob, un muchacho judío con un corazón judío.

Cuando los tres llegaron a casa, el padre y los jóvenes encendieron las luces de Janucá y todos juntos cantaron "Hanerot Halalu".

Móishele dirigió una mirada furtiva a su nuevo amigo y vio lágrimas rodando por su rostro, que continuamente enjugaba.

"Vamos a jugar al dréidl", propuso Móishele alegremente, y los niños se sentaron a la mesa. Leá fue la primera en hacer girar el dréidl, seguida por Móishele. Cuando llegó el turno a Yaacob, éste se lo llevó a los labios y lo besó.

"Debo mi recientemente encontrada buena fortuna al dréidl", dijo seriamente.

Móishele vio ahora claramente cómo la Providencia Divina había provocado toda esta situación: que él fuera falsamente arrestado, la paliza que recibió, etc. Todo llevó a que nes gadol haiá sham, "Un gran milagro ocurrió allí'.


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