La Oración

El Shemá

Las primeras palabras del Shemá proclaman la unicidad de Di-s. Si negamos esta premisa se desmorona la fe judía, pues esta es una de las bases fundamentales. En la antigüedad, cuando la idolatría estaba difundida en todo el mundo, debían los judíos defender constantemente su fe. Se cuenta que en ocasión de uno de los viajes de rabí Yehoshúa ben Jananiá a Roma se encontró con el emperador Adriano, quien le preguntó: “¿Tiene el mundo dueño?”. Le contestó Rabí Yehoshúa: “Ciertamente. Puedes ver que no hay caos en el mundo. Por el contrario, en todo reina el orden. La naturaleza tiene sus leyes y los astros se desplazan por órbitas fijas”.

¿Quién entonces creó a los cielos y a la tierra?

El Santo, Bendito Sea -le contestó Rabí Yehoshúa- pues está escrito: “En el principio creó Di-s los cielos y la tierra” (Bereshit 1:1).

¿Por qué entonces no se hace ver para que podamos servirlo?, preguntó el emperador.

Porque los hombres no podrían contemplar su gloria, pues está escrito: “Porque el hombre no puede verme y vivir” (Shemot 33:20).

No te creeré hasta que me muestres a Di-s, dijo el emperador.

Al mediodía le pidió Rabí Yehoshúa que contemplara el sol.

Imposible, dijo el emperador.

Si no puedes contemplar el Sol, que es solamente uno de los astros que el Santo, Alabado Sea, creó, ¿cómo podrás ver a Él mismo, cuya gloria colma el universo todo.


Cómo conducirse durante la oración

En la oración debemos pensar que estamos frente a Di-s. Debido a ello se debe vestir una vestimenta limpia, no ocuparnos de otras cosas y no conversar con otras personas. El siguiente cuento viene para aclarar este tema:

Un hombre piadoso que salió de viaje se apercibió que era tarde y que debía rezar la oración vespertina (Minjá). Se paró al borde del camino y comenzó a orar. En aquel momento pasó un noble que conocía al judío y lo saludó, empero el judío no le contestó al saludo y prosiguió su Oración. El noble se enojó y con una gran ira se quedó a esperar hasta que el judío terminó su Oración.

Entonces gritó el noble diciendo: ¿Por qué eres tan tonto y transgredes vuestras Leyes que dicen “Y cuidarán vuestra vida”? ¿Por qué no respondiste a mi saludo? Sin ningún problema hubiese podido matarte y nadie me lo reprocharía.

Le respondió el judío: ¡Hombre noble, no te enojes! Te responderé: Imagínate que estás hablando delante de tu rey y uno de tus amigos pasa y te saluda; ¿quisieras interrumpir vuestra conversación para responderle al saludo?

Le contestó el noble: Si esto hiciere me ocurriría algo terrible. A lo que respondió el judío: Esto es cuando tú le hablas a un rey de carne y hueso. Yo, que estuve delante del Rey de los Reyes, qué podía hacer sino no responder a tu saludo.

Se despidieron amistosamente y cada cual prosiguió su camino.


¿Con minián o no?

Al respecto es interesante mencionar la idea de Rabí Yehudá Haleví (España. Años 1085-1140), uno de los más grandes poetas y pensadores del pueblo judío. En una de sus obras, el Kuzarí, libro filosófico bajo la forma de una diálogo entre el rey de los Khazares y un sabio judío, pone en boca del rey la siguiente pregunta: ¿No seríamos más puros si cada uno rezaría individualmente? Le contestó el Rabino: La oración en público tiene muchas ventajas. Por sobre todo, nadie rezará por algo que perjudique al prójimo.

Una de las condiciones para que nuestros rezos sean oídos por el Todopoderoso es que sean en beneficio de toda la humanidad. El individuo puede olvidarse o equivocarse, en cambio, la congregación, el minián, alcanzará el rezo perfecto, pues lo que a uno falte en su oración será completado por el prójimo.


Oración del huérfano

He aquí un cuento sobre la Oración del huérfano:

En una pequeña aldea vivía un niño huérfano sin parientes y sin amigos. Como nadie se preocupaba por él, nunca fue a un Jéder (escuela). Debido a ello no aprendió a leer ni a escribir y cuando alguna vez concurría en Shabat a la sinagoga, se quedaba mirando maravillado a los orantes porque no comprendía ninguna palabra de lo que allí se decía.

Este huérfano se ganaba la vida como pastor de ovejas, pero cuando miraba a su alrededor, al cielo azul, al campo verde, a las plantas que crecían y a los árboles altos, y cuando escuchaba el trino de los pájaros, comprendía que un Di-s magnífico reina. El niño sintió un gran deseo de alabar a este gran Di-s, comenzó a silbar pues era lo único que sabía y que aprendió de los padres. Cuando terminó su silbido se sintió alegre y feliz, porque oró a Di-s en la única forma que sabía.

Llegó Yom Kipur y el niño apareció en la sinagoga. Al lado del Arca Sagrado estaban sentados el rabino y los ciudadanos distinguidos. El niño se sentó sobre el último banco entre todos lo pobres de la ciudad. Cuando empezó a fijar su vista en derredor y vio a todas las personas envueltos en el manto ritual (Talit) rezando con gran devoción a Di-s, sintió también él la necesidad de expresar sus sentimientos, y llorando, comenzó a silbar como lo hizo en campo.

Un gran tumulto se produjo en la sinagoga y hubo también quien quiso arrojar al niño afuera. Pero de improviso se oyó la voz del rabino: “Deteneos, no toquen al niño pues es un varón piadoso y su intención es de hacer el bien, es esta su forma de rezar a Di-s; estoy seguro que aceptó la Oración del niño.

Los feligreses tomaron al niño y lo sentaron al lado del rabino; con el correr del tiempo le enseñaron a leer y a escribir y finalmente también él supo rezar en el sinagoga en la forma debida.


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