Purim
Cuentos de Purim
Historia de León y Dina
(Un cuento de Purim)
Gran inseguridad reinaba en
Bohemia en los tiempos del rey Juan de Luxemburgo, quien solía encontrarse más
en los campos de batalla de toda Europa, en busca de hazañas y conquistas, que
en su reino. Quien tenía algún poder lo
utilizaba a su gusto y en su propio provecho y ninguna persona honrada se
sentía libre de amenazas y peligros en un país del que parecía haberse esfumado
todo orden, sustituido por la ley del más fuerte.
Así las cosas, al rey le nació un
hijo. Cuando se esparció la noticia,
los habitantes de Praga concibieron la esperanza de que el rey, pensando en su
heredero, se ocupara más de los asuntos del lugar, y de acabar con las bandas
de maleantes y con el abuso de los poderosos. Decidieron congregarse por gremios y
visitar por turno el castillo para
rendir homenaje al príncipe recién nacido. Reinaba un ambiente de alegría, y
por doquier se oían vítores y
alabanzas a la familia real. También
los judíos se dispusieron a enviar a sus representantes con algunos presentes
para el príncipe.
A la sazón vivía en el barrio
judío de Praga un comerciante, ya de edad avanzada, llamado Pinjas
Schalum. Era un hombre honesto,
conocido y respetado por toda la ciudad por sus virtudes y su sagacidad para los
negocios. También era admirado por sus
conocimientos acerca de la Torá y de los grandes sabios del Judaísmo, y hasta
los propios rabinos consultaban con él muchas cuestiones. Tenía varios hijos varones,
ya casados, que
vivían en otras ciudades, y una hija, nacida en su vejez, llamada Dina. La mujer
de Schalum había muerto cuando su
hija era aún una niña, y en pocos años Dina se había transformado en una
hermosa doncella en edad casadera, a quien admiraban y alababan cuantos tenían
oportunidad de verla, fascinados por su belleza, su dulzura y su modestia.
Hacía tiempo que Dina deseaba
visitar el castillo de Praga, de cuyos maravillosos jardines le habían contado
maravillas. También le habían dicho que
en honor de la familia real se organizarían juegos y exhibiciones, precisamente
en los jardines aledaños al castillo, y rogó a su padre que le permitiera
ir. A Schalum no le gustó la idea:
asuntos urgentes le impedían acompañarla y le parecía peligroso dejarla ir sola
con la sirvienta a un lugar en el que se reuniría toda clase de gente. Intentó
convencerla de que debía quedarse en
casa, pero Dina insistió, rogó y hasta lloró alegando que apenas salía de su
casa ni tomaba parte en diversión alguna. El padre reconoció que era cierto,
y como adoraba a su hija y no quería
afligirla, accedió finalmente, no sin hacerla prometer que no se mezclaría con
la multitud ni se separaría de la criada, a la que encomendó a su hija con mil
consejos y advertencias.
A medida que se acercaban al
castillo, más gente veían acudir de todas partes a la fiesta. Dina apresuró el paso,
con temor de que la
multitud no la dejara ver el espectáculo, y así, sin darse cuenta, se vio
separada de su acompañante, que era vieja y no podía caminar a su ritmo. Se puso a
buscarla, pero mientras más
caminaba llamando a la sirvienta, más se extraviaba por las calles. En eso,
vio doblar por una esquina y enfilar
hacia el lugar donde se hallaba un grupo de jinetes y de lanceros reales a todo
galope, a cuyo frente cabalgaba un pregonero que gritaba:
¡Abrid paso a los jinetes! Dina intentó huir, pero no sabía hacia
dónde, y los caballos se acercaban, atropellando a los lentos y
desprevenidos. Los vecinos, que desde
las ventanas presenciaban aquello, no se cuidaron de ofrecer cobijo a la joven,
sino que, tomando aquello como una diversión más, gritaban:
¡Eh, tú, preciosa, a ver si
encuentras marido entre la tropa!
¡A ver cuál se la lleva de
encuentro!
¡Esta hermosa joven será el premio
del certamen! Dina temblaba de
vergüenza y de miedo al ver a los jinetes casi sobre ella, cuando de repente,
se abrió una puerta, alguien la agarró por un brazo y tiró de ella hacia
dentro, hecho lo cual cerró la puerta con fuerza. Los caballos pasaron de largo.
Perdona mi atrevimiento al tomate
del brazo, pero estabas tan confusa que no me hubieras oído y no podía dejarte
a merced de esa plebe. ¿Puedo serte
útil en algo más?
Dina se atrevió a mirar a su
salvador. Era un apuesto joven muy bien
vestido y de maneras corteses. No pudo
evitar ruborizarse al responder:
Si quieres ayudarme, te rogaría
que me llevaras a casa. Tenía razón mi
padre al no querer que viniera.
¿Quién es tu padre y dónde vivís?
Es Reb Pinjas Schalum, el
comerciante. Vivimos en el barrio
judío.
El joven quedó pensativo durante
unos minutos. Entonces abrió la puerta,
comprobó que la multitud había desaparecido, e indicó a Dina que podían
salir. La condujo hacia una parte poco
frecuentada de los jardines del palacio, y desde allí le mostró los juegos que
se desarrollaban un poco más lejos, pero Dina tenía miedo y le rogó ir a casa
sin más demora. Atravesaron calles
tranquilas hasta llegar a la judería. En la puerta de la casa de Schalum,
el joven se despidió de Dina. Ella le propuso entrar a saludar a su padre,
pero él denegó cortésmente la invitación y se marchó.
Schalum recibió a Dina con
regocijo, pues ya la criada le había contado cómo la multitud las había
separado, y tras reprenderla con dulzura por su obstinación en ir a un lugar
nada seguro para una muchacha, le anunció que, durante su ausencia, lo había
visitado un comerciante, que hacía tiempo le había enviado una casamentera para
proponerle casar a su hijo Isaac con Dina, y habían acordado anunciar el
compromiso, aunque el padre le había pedido esperar un poco para preparar a su
hija para tan trascendental momento, pues la falta de su madre había hecho que
nunca se le hablara del matrimonio.
A Dina se le fue el alma a los
pies, pues el joven desconocido le había causado una fuerte impresión y no
podía olvidar su rostro, su voz, su cortesía para con ella. Pero por nada del mundo hubiera contrariado
a su padre, que parecía muy contento.
Intentó olvidar al desconocido, pero pasaron unos meses y Dina no podía
apartar de su mente al que la había socorrido aquella tarde. Día y noche pensaba en él y hasta lo veía en
sueños.
Schalum era un hombre bueno y
caritativo. Abría su bolsa siempre para
los necesitados, y hasta mantenía por agradecimiento a una pobre viuda
cristiana, cuyo marido, cuando ambos eran jóvenes, había arriesgado su vida
para salvar la del padre de Schalum. Visitaba de cuando en cuando a la anciana para
saber qué precisaban ella
y sus hijos. En una de esas visitas se
encontró con que uno de ellos estaba gravemente enfermo. Mandó llamar a un médico y
después él mismo
visitó al farmacéutico para adquirir las medicinas. Ocupado en estos asuntos, no se percató de que se hacía
tarde. Esa noche debía estar temprano
en su casa, para celebrar el compromiso de Dina. Era un helado día de diciembre y
oscurecía muy temprano. Para colmo, había comenzado a nevar. Se apresuró cuanto pudo en busca de un
rincón tranquilo en el que pudiese rezar, según manda la Ley. Encontró un nicho en un muro en el que se
resguardó, se frotó las manos con nieve, a modo de ablución, dirigió su rostro
hacia el este y comenzó a orar.
De pronto se sintió agarrado por
unas fuertes manos y rodeado por dos o tres hombres, que comenzaron a acusarlo
a gritos. Eran miembros de la guardia,
encargados de patrullar las calles, que perseguían a unos malhechores que
habían robado precisamente en la iglesia en cuyo muro se había refugiado
Schalum a rezar. Lo tomaron por el
ladrón y, tras atar sus manos a la espalda con fuertes nudos, se dirigieron con
él hacia la cárcel, congratulándose por el camino de la recompensa que sin duda
iban a recibir. El pobre Schalum juraba
y perjuraba que era inocente, sin recibir más que burlas y algún empujón por
respuesta.
Da igual si has sido tú o no:
hoy te ha tocado y no quisiera estar en tu pellejo. Schalum era un hombre viejo y
achacoso. No podía seguir al mismo paso a sus carceleros, jóvenes y
fuertes. Le faltó el aliento y se
desvaneció. Quedó tirado en la calle
cubierta de nieve. Los guardias le
cayeron a puntapiés para que se levantara y continuara. El anciano sangraba por la boca, que se
había roto al caer y no volvía en sí. De pronto apareció ante ellos un hombre, señorialmente ataviado y con
aires de mando, que los increpó:
¿Qué le hacen a ese desdichado? ¿No ven que es un anciano? ¡Por dios que daré cuenta al rey de estos
abusos! Al oír hablar del rey y ver el
distinguido porte del desconocido, los soldados se atemorizaron.
No se preocupe, señor: no es más
que un judío. Estamos seguros de que ha
sido él quien ha robado en la iglesia esta tarde. Schalum entretanto había recobrado la conciencia, aunque las
ataduras y el dolor de los golpes le impedían levantarse, y dijo con voz débil:
¡No les creas, me había metido en
un nicho a rezar y estos hombres me han atado y maltratado! ¡Ni siquiera sabía
que habían robado en esa
iglesia, pues vivo al otro lado de la ciudad!
¡Tú cállate, tonto! Y si vives tan lejos, ¿qué hacías por aquí? y el soldado propinó un
nuevo puntapié al adolorido Schalum.
Ten por seguro que perderás tu
puesto y quizás mucho más, si vuelves a golpearlo, amenazó el caballero con
aire de pocos amigos. ¿Tienes pruebas
de que ha sido él el ladrón?
¡Por supuesto que ha sido él!, el
soldado miró con rencor al caballero. ¿Y quién eres tú para meterse en esto?
No eres juez ni mi capitán. ¡Sigue tu camino! El caballero
alzó la mano y les mostró su anillo. Los soldados palidecieron y se deshicieron
en excusas.
¡Señor, no sabíamos!
¡Señor, servíamos a la justicia!
¡No diga nada de esto en nuestra
guarnición, se lo rogamos!
Márchense de aquí ahora mismo,
ordenó el caballero, o no sé lo que haré.
Los soldados se alejaron
rápidamente, contentos de haber salido tan bien librados. Entonces el caballero ayudó a Schalum a
levantarse, cortó las ligaduras con su daga, y le dijo:
Lo llevaré a su casa. Por el camino, cuénteme qué ha pasado
realmente. Ahí detrás nos espera mi
carruaje.
Schalum narró al caballero lo
sucedido, y agregó al final:
Ya ve, los azares de la vida. ¡Pasarme esto justamente el día en que debe
celebrarse el compromiso de mi hija! De
no ser por usted.... ¿por qué no entra a mi casa y participa en la fiesta?
Será mi huésped de honor.
El caballero aceptó la invitación
con una sonrisa enigmática.
Si voy a ser su invitado, debo al
menos decirle quién soy. Me llamo León
y soy médico, al servicio de la Casa Real y del arzobispo de Praga. Cuando
necesite de mí, puede dejar un recado
en mi casa, en la que lo recibiré gustoso.
Schalum se alegró doblemente al
conocer la elevada categoría de quien lo socorriera. Los golpes y vejaciones recibidos le parecían menos dolorosos
comparados con la ayuda que el Cielo le enviara.
La casa de Schalum tenía dos
plantas: en los bajos tenía el dueño su despacho y allí arreglaba sus libros de
cuentas y recibía a los proveedores y clientes. En los altos estaban las habitaciones de
la familia. Todo estaba limpio y ordenado, los muebles y
las alfombras eran de primera calidad y se notaba la riqueza y a la vez la
sencillez de quienes allí habitaban. Como correspondía a la celebración de un
compromiso, la casa estaba
llena de huéspedes, a quienes los criados servían vinos y manjares, preparados
según la ley judía. Los padres del
novio iban lujosamente vestidos y no dejaban de hacer el elogio de su propia
fortuna a todos los presentes, a los que Isaac miraba con aire arrogante.
Me perdonarán un momento, suplicó
Schalum: ya ven cómo me han puesto los soldados y debo cambiar de traje para
atender a los presentes, pero les presentaré a mi hija, que se encargará de
atenderles.
Al llamado del padre acudió
Dina. La sorpresa fue mutua. Para León era como si hubiese bajado hasta
él la estrella más brillante del firmamento: ¡era la joven desconocida a la que
había socorrido meses atrás! Ella, no
menos confusa, reconocía al dueño de sus pensamientos. Y sintió un enorme dolor
al reencontrarse
con él precisamente en la noche de su compromiso con aquel Isaac, que tan
desagradable le resultaba. Ninguno de
los dos sabía qué decir y se miraron en silencio hasta que ella bajó los ojos,
avergonzada de su atrevimiento. En eso
acudió Isaac, deseoso de conocer al huésped. Una vez enterado de su alto rango,
se apoderó de él y comenzó a hablar
sin parar, a contar toda clase de tonterías de las que se reía él mismo, pues
se tenía por hombre simpático y ocurrente. Dina, que no podía soportarlo más de cinco minutos, se excusó y entró a
su cuarto. León por su parte, escuchó
durante un rato más el parloteo de Isaac y se despidió, apesadumbrado por todo
lo que ocurría. Cuando Schalum regresó,
ya se había marchado.
Dina tuvo que sentarse junto a
Isaac durante el banquete. Cabizbaja y
con mirada triste, apenas probó bocado. No pensaba más que en
León. Lo
encontraba más admirable que antes y le agradecía de todo corazón haber salvado
a su padre.
León, por su parte, tampoco podía
dejar de pensar en ella y en la inquietante forma en que el destino los había
hecho encontrarse y reencontrarse. No
podía ser que todo aquello hubiera ocurrido en vano, para verla casada con
otro.
Al día siguiente, un criado trajo
a León un cofre. Al abrirlo, el joven
encontró un pequeño tesoro: anillos, alfileres, joyas de oro y de plata. Los acompañaba una nota: "Señor,
permítame demostrarle mi agradecimiento con este presente. Cuando pueda serle de utilidad,
no dude en
hacérmelo saber. Vuestro seguro
servidor, Pinjas Schalum".
Aquel día León debía visitar al
arzobispo. Lo encontró malhumorado.
¿Se siente enfermo, señor?
Casi. ¡El rey pide otra vez dinero! ¿De dónde cree que vamos a sacarlo? Se ha gastado en sus campañas de guerra todo el erario público y pide
más.
Si no halláis una solución, debéis
delegar en otro la responsabilidad. Estas preocupaciones dañan vuestra salud.
Se me ha ocurrido apelar a los
judíos. Ellos podrían hacernos un
préstamo, hizo una pausa y sonrió, o donativo. En definitiva tendrían a cambio
algunas garantías... León, una vez me has contado que, durante
tus estudios de medicina, habías frecuentado a algunos médicos judíos de
renombre. Algo conoces de sus
costumbres. ¿Por qué no me sirves de
intermediario? Sabría agradecértelo y
el rey te recompensaría.
León vio los cielos abiertos: era
una oportunidad para visitar a Schalum y volver a ver a Dina. Aquella misma
tarde lo hizo.
Schalum lo escuchó con mucha
atención. Reconoció que era una buena
oportunidad para pedir al rey algunas garantías para la comunidad judía.
Si no tienes prisa, te ruego que
me esperes durante un rato. Quiero
solucionar el asunto hoy mismo. Iré a
la sinagoga, en la que deben estar ahora el jefe de nuestra comunidad y algunos
hombres adinerados y veré de obtener el préstamo. Mi hija te atenderá durante mi ausencia.
Los jóvenes no podían contener su
emoción. Las lágrimas caían de los ojos
de Dina y León no se atrevía a preguntarle por qué lloraba. Bien lo sabía él.
Se sentaron juntos en silencio, y al mirarse, se lo dijeron todo
sin palabras. Así los encontró Schalum
a su regreso, pero no se percató de lo que sucedía. Muy contento, dijo a León que había solucionado el asunto y que
al día siguiente le sería enviado al arzobispo el préstamo para el rey. Rogó a León que no dejara de visitarlo, pues
le había tomado gran simpatía, y él así lo prometió.
Pasaron unos meses y la amistad
entre Schalum y León se hizo cada vez más profunda. Schalum admiraba las buenas cualidades del joven y León, por su
parte, estaba sorprendido con la bondad y sabiduría del anciano. Sólo lo atormentaba la idea de que, en
cualquier momento, podía celebrarse el matrimonio de Dina con Isaac, quien
aparecía por la casa con poca frecuencia, lo que asombraba a todos, dada la
belleza de la prometida. Así comenzó el
nuevo año y llegó el mes de marzo, y con él, la fiesta de Purim. León conocía la fiesta y sabía que anuncia
la esperanza de una vida mejor y la derrota de los enemigos. Schalum lo había invitado a celebrar con
ellos la fiesta y León acudió. Por las
calles de la judería pasaban vecinos disfrazados, con los rostros cubiertos por
máscaras. La gente comía, bebía,
cantaba y hacía bromas, y las fuentes con frutas, dulces, pasteles y otras
golosinas iban de una casa a otra, según la tradición de regalar manjares a los
vecinos. Los más pobres habían sido
especialmente obsequiados y por doquier reinaba la alegría. Los enmascarados representaban la historia
de la reina Esther, la de Yosef y sus hermanos y muchas otras.
Para no desentonar con los demás,
León había decidido disfrazarse también. Para su sorpresa, se encontró con que su disfraz era idéntico al de
Isaac, el prometido de Dina. Como eran
de similar complexión, León pensó que podía aprovechar la ocasión para hablar
con Dina. La encontró en el salón de su
casa, haciendo de juez de un grupo de jóvenes que competían a ver quién decía
la mayor mentira. Tomándolo por Isaac,
ninguno protestó cuando le indicó que quería hablar con ella.
Soy León, le dijo en voz
baja. Vayámonos afuera, porque tengo
algo que decirte.
Una vez fuera, León olvidó todo el
discurso que había preparado, y con voz temblorosa, sólo atinó a decir:
Dina, todos creen que has ido a
pasear con Isaac. Nadie notará que te
has ido conmigo. Tengo un carruaje
dispuesto muy cerca de aquí. Vámonos
juntos y el mundo entero será nuestro.
Dina guardó silencio y al fin
respondió:
El mundo entero, menos la casa de
mi padre, en la que nunca podría volver a entrar. Llenaría su vejez de dolor y se moriría del disgusto y de la
vergüenza causada por la deshonra de su hija. Te amo más que a mi vida, lo confieso, pero no soportaría una felicidad
comprada con la muerte de mi padre.
León no supo qué responder. Pese a su decepción, reconocía que Dina
tenía razón y se culpaba a sí mismo por haber tramado aquella deslealtad contra
su anciano amigo. Así discurría cuando
vio venir a Isaac. Se sintió incapaz de
soportar su necia conversación y se dio media vuelta. Isaac no lo vio, y León
pensaba en marcharse a su casa cuando una
mujer lo agarró del brazo.
Isaac, le dijo al oído la mujer,
tienes que venir conmigo. Todo nos ha
salido mal. Casi agarran a mi
marido. Está herido.
La mujer lo condujo hacia una
calle retirada en la que había una cabaña.
Entra y quédate ahí hasta que les
avise a los demás.
León no las tenía todas
consigo. Quería saber qué tramaban
aquella mujer y sus cómplices, pero temía lo que pudiera pasarle, si era
descubierto. Sus ojos se acostumbraron
a la oscuridad y pudo distinguir, en un rincón, un montón de paja y sobre éste
un bulto que resultó ser un hombre.
¿Qué te pasa? ¿No puedes levantarte?, preguntó León.
¿Eres tú, Isaac? Llama pronto a un médico o me desangraré, y
soltó un quejido. León examinó al
hombre como mejor pudo. Tenía una profunda
herida en una pierna y sangraba abundantemente. Arrancó un pedazo de su camisa
y comenzó a hacer un torniquete.
¿Cómo te has hecho esto?
¿Eres tonto? Cumplimos tus órdenes, pero nos pillaron en
plena faena, como aquella vez en la iglesia. No pudimos cargar con el oro y
huimos a toda prisa. Y aun así, ya ves... uno de los soldados me
atrapó. Le di una buena tunda, pero era
fuerte. Casi me mata. Cuando vio que me le escapaba, me arrojó una
lanza. Por suerte, logré esquivar un
poco el golpe, y en lugar de atravesarme la espalda, me dio en la pierna. No te traigo nada hoy, pero tendrás que
pagarme de todos modos.
Te pagaré, te pagaré, siguió la
corriente León. Iré a buscar el dinero
y traeré a un médico.
León corrió a casa de Schalum,
quien lo tomó por Isaac.
No soy Isaac. Soy el mismo que socorrió a vuestra hija
hace unos meses y que te salvó después de la saña de los soldados. Creo que el Cielo ha dispuesto que hoy los
ayude una vez más.
¿Qué sucede?
Ven y tu mismo verás.
Por el camino, León contó a
Schalum todo lo sucedido. Indicó al
anciano situarse junto a un agujero en la pared de la cabaña, desde el cual
podía escuchar cuanto se hablara dentro, y entró a ver al herido. Este pidió
su dinero, y el falso Isaac
comenzó a dar excusas. Pasaron a una
fuerte discusión, que León guió con astucia, de manera que Schalum pudiera oír
las fechorías organizadas por su futuro yerno, incluyendo el robo de la
iglesia, que casi le cuesta la vida. "¡Y a ese mal nacido le hubiera
entregado a mi hija! ¡Ay, necio de mí, cómo supo
engañarme!", pensaba Schalum con espanto.
Al fin se fueron de allí, y al
llegar a su casa, Schalum reunió a familiares y amigos y anunció que el
compromiso de Isaac y Dina quedaba roto. Los padres de Isaac protestaban a gritos y
exigían una razón. Schalum se negaba a darla para no añadir la
vergüenza pública a los hechos. Entonces
el propio Isaac lo increpó groseramente, y comenzó a lanzar contra el anciano y
su hija los peores insultos, hasta poner en entredicho el honor de la
joven. Entonces Schalum no se aguantó
más y contó cuanto sabía. Al verse
descubierto, Isaac abandonó la casa de prisa y sin más palabras.
Los invitados se marcharon. Cayó la noche. Afuera, se apagaron poco a poco las
risas y la música. Quedaron solos Schalum y León, pues Dina se
había encerrado en su habitación ante la violenta escena.
Amigo León, una vez más haz salido
en nuestra defensa, y no sé cómo agradecerte...
Puedo decirte cómo: amo a tu
hija. Dámela por mujer y seré también
vuestro hijo.
Schalum quedó petrificado. Ni por un momento había pasado por su mente
que León amara a Dina. Quedó en
silencio durante unos minutos, y al fin habló:
En tan alta estima te tengo, que
puedo asegurar que mis propios hijos no te superan en buenas cualidades. Con gusto te incluiría en mi familia, pero
es que... no sé cómo decirlo. No lo
tomes a mal, mi buen León... es nuestra Ley, y los afectos humanos deben ceder
ante los mandatos divinos. No eres
judío y la Ley que nos dio el propio Creador del universo estableció que no
debo dar mi hija en matrimonio a un hombre no judío... Pero tal vez, si de veras la amas, si
estuvieras dispuesto... tal vez podría..., digamos que instruirte en nuestra
Ley, y si abrazaras nuestra fe....
Escúchame, Schalum: mi verdadero
nombre es Yehudá. Soy tan judío como
tu y puedo demostrarlo con los documentos que guardo. He nacido en un pueblo
situado a orillas del
Rhin. Mis padres murieron durante un pogrom, siendo yo un adolescente, mientras
pasaba una temporada con mis tíos, en otra ciudad. Teníamos medios de fortuna y algo
se logró rescatar, con lo que
me fui a Italia y costeé mis estudios de medicina. Para no atraer sobre mí las iras
de nuestros enemigos, me he
fingido cristiano durante muchos años. Comencé a ejercer y mi buena fama atrajo el
interés del arzobispo de
Bohemia, quien me recomendó al rey, y aquí vine, como médico de ambos. Entonces,
encontré a tu hija...
Schalum no podía con la
emoción. Abrazó al joven y mandó a
venir a Dina.
Hija mía, has pasado por un mal
trago y no quiero que vuelva a ocurrir. León, a quien considero mi hijo,
te ha pedido por esposa. ¿Lo quieres tú por marido?
Dina palideció. Con un hilo de voz terminó respondiendo:
Sí, papá.
Schalum tomó a cada uno de una
mano.
Hijos míos, dijo, yo los
bendigo. Te había entregado un cofre de
joyas, continuó, mirando a León y ahora resulta que quieres también mi joya más
preciosa, miró a Dina. Sea: es la Ley
de Hashem, dar mujer al hijo y marido a la hija. Bendita sea la noche en la que se
supo cuanto estaba oculto, en
la que los culpables fueron desenmascarados y la verdad brilló, para traernos
esta alegría. No quiero que vuestra
boda se demore más de lo necesario, y procuraremos hacerlo todo de modo que tú,
Yehudá, no salgas perjudicado ante el rey y la corte. Pero tiempo habrá
para ello. Celebremos ahora nosotros tres el milagro de Purim, la acción del
Bendito en nuestras vidas. Porque un
día llegaste para influir en nuestros destinos y hemos terminado formando parte
del tuyo. Alegrémonos entonces con un
brindis por la Vida.
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