El pobre Shimón Pinjas
En aquellos lejanos tiempos vivía en una callejuela del barrio judío
de Praga un pobre comerciante llamado Shimón Pinjas. Tenía mujer e hijos y su mayor tristeza era que jamás ganaba
lo suficiente para verlos comer hasta saciarse. Y no era porque no se esforzara: se despertaba antes del
amanecer, hacía sus oraciones, y con un vaso de té y un mendrugo de pan en el
estómago iba y venía con su saco al hombro, compraba y vendía, pero al
atardecer solía haber ganado unos céntimos, y eso en el mejor de los
casos. Apenas para no morir de
hambre junto con su familia. Era
muy honrado y piadoso, versado en la Torá, que cada día leía con devoción, y en
las autoridades judías, por lo que era incapaz de defraudar a nadie ni un
céntimo.
No faltaba quien le insinuara que tanta honradez era la causa de su
extrema pobreza, y que mejor haría imitando a otros, que se hacían los
distraídos en los pesos y medidas de las mercancías, y sobre todo a la hora de
establecer los precios. Pero la
sola idea bastaba para enojarlo, pues sabía que su Ley prohibía semejantes
fraudes, y prefería la paz de su conciencia a una situación más
desahogada. Eso hacía que los
menos escrupulosos se burlaran de él a menudo y lo despreciaran, pues se tenían
a sí mismos por muy avispados.
Otros en cambio lo admiraban y respetaban por su integridad, pero no
podían ayudarlo porque eran tan pobres como él.
Había sin embargo una excepción: Shimón había tenido trato con un
Conde, rico y poderoso, pero hombre inteligente, algo arrogante, pero no de
malos sentimientos. El Conde había
sabido apreciar las buenas cualidades de Shimón Pinjas y encontraba muy
sorprendente que por nada del mundo fuera capaz de engañar a los
compradores. Esta era la causa de
que, cada viernes antes del mediodía, lo obsequiara con unas monedas que le
permitían comprar vino, harina con la que su mujer horneaba el pan trenzado, y
algún pescado. Así pasaban
dignamente el Shabat. Shimón sabía
que todos los bienes tienen al Creador como causa, y cada vez que recibía del
Conde las monedas, agradecía de este modo: “Baruch-Atá- A-do-nai El-o-heinu,
que no olvidas la necesidad de tu siervo”.
Cuando el Conde le preguntaba cómo había pasado el Shabat anterior,
Shimón Pinjas le respondía invariablemente:
Gracias, señor Conde, por vuestro
interés. El Señor del Universo se
ha acordado de mí y de mi familia.
Un buen día, el Conde se disgustó por estas palabras, y dejándose
llevar por la soberbia, se dijo en su interior:
“Soy yo y sólo yo quien ayuda a ese infeliz cada viernes, y sin mi
dádiva, no podría siquiera celebrar sus ritos el sábado. ¡Y no me lo agradece, sino que invoca
siempre a su Di-s!. He de darle un
buen escarmiento”.
El Conde hizo averiguar si se avecinaba alguna fiesta judía, y le
informaron de que en unos días llegaría Pésaj. Sabía que ese día se celebraba con un banquete, y pensó:
“Esta es la mía. Lo
más seguro es que Shimón tampoco tenga dinero suficiente para celebrar esa
fiesta como su Ley le manda.
Cuando acuda a mí, no le daré nada. Eso le enseñará a agradecerme a mí en el futuro y no a su
Di-s”.
Así lo hizo. El pobre
comerciante fue a verlo en vísperas de Pésaj, pero el Conde le dijo:
Sé que esperas de mí unas monedas como otras veces, pero esta vez no
podrá ser: he perdido dinero y no me sobra nada con lo que pudiera
ayudarte. Pero tu Di-s, al que
siempre agradecías lo que sólo yo te daba, quizás te socorra
en esta ocasión.
Shimón llegó a su casa muy afligido. Todas sus ilusiones de celebrar Pésaj modesta pero
dignamente, se habían desvanecido.
No tenía ni para comprar harina con qué hornear matzá. Lo peor fue ver el desencanto y la
aflicción de su mujer y de sus hijos al saber que ni siquiera tendrían para una
mala cena en la fiesta de Pésaj.
La mujer se echó a llorar, los hijos también, y Shimón no hallaba
palabras para consolarlos, porque él mismo se sentía al borde de la
desesperación. Para evitarlo, se
encerró en su habitación y se sumergió en el estudio de la Torá hasta que oyó
apagarse los lamentos de todos, rendidos por el cansancio. Salió de puntillas. Sus hijos se habían dormido; su mujer
se había echado junto a ellos y se había dormido también. Aún en sus ojos brillaban las
lágrimas. El corazón le dolía
tanto al pobre Shimón, que también se echó a llorar, y dijo
en voz muy baja:
“Señor Bendito del Universo, Tú que escuchas el llanto de los
desamparados: para mí nada te pido, sino para mi pobre mujer y para estos
inocentes que me has dado.
Nuestros Sabios nos dicen que las lágrimas de los que sufren llegan
hasta Tu Trono. Tú me has
encomendado a esta mujer, paciente y honrada, y a estos niños, y ya que no soy
capaz de socorrerlos, te suplico que lo hagas Tú, y que yo vea en los ojos de
todos la alegría y no el llanto.
Líbranos de esta miseria como libraste a nuestro pueblo de la esclavitud
en Egipto”.
Dicho esto, regresó a la habitación y continuó leyendo la Torá y
meditando en su significado. De
pronto, sintió que le abrían el tragaluz del techo y que un pesado bulto caía
al suelo, mientras resonaban risotadas y palabras groseras. Shimón se echó a temblar y no sabía
sino pedir ayuda al Creador.
Después, todo quedó en silencio.
Entonces se atrevió a acercarse al bulto. A la débil luz de la vela, vio un mono muerto, y creyéndolo
algo maligno, gritó de horror.
El grito despertó a su mujer, que acudió corriendo, temerosa de que
algo malo hubiera sucedido a su marido, al que amaba y respetaba a pesar de su
pobreza. El le mostró el animal
muerto y ambos se abrazaron para protegerse el uno al otro. Al fin, la mujer habló:
¡Esto nos faltaba!
Alguien ha querido meternos en un mal asunto. Alguien nos ha echado aquí ese animal para acusarnos de
haberlo robado y matado, o peor, de hechicería.
¿Acaso tramarán un pogrom contra nuestro pueblo en vísperas de
Pésaj y quieren tomarnos como pretexto?
No llores más, mujer, pensemos en alguna solución. Ante todo, no deben encontrar aquí ese
mono, si vienen a indagar.
¡No salgas con él, te lo ruego!
¿Quién sabe si es eso lo que esperan y aguardan escondidos para
sorprenderte y acusarte?
Tienes razón. Haremos
algo mejor: encendamos el fogón y quemémoslo. Así nada quedará de él y no encontrarán pruebas contra
nosotros.
La mujer se calmó y se dispuso a encender la lumbre, mientras su
marido ataba por los pies al animal para echarlo al fuego. No hizo más que levantarlo del suelo,
cuando algo brillante salió de la boca del mono. Sorprendido, buscó en el suelo y encontró una moneda de
oro. La mujer se había quedado
muda de asombro. Shimón volvió a
levantar el cuerpo del mono por los pies, y de su boca salió otra moneda de
oro.
¡Es un milagro! ¡Bendito
Seas, Señor del Universo, que has oído los lamentos de tu siervo! ¿Ves, mujer? Elihau Hanaví nos visita con este regalo, para que podamos
celebrar Pésaj.
Shimón tomó un cuchillo y abrió en canal al mono: su vientre estaba
lleno de ducados de oro.
¿Ves, mujer, que el Cielo no nos desampara? Saquemos el dinero y quememos al mono como habíamos pensado.
Un buen rato pasaron limpiando y contando las monedas, mientras el
cuerpo del mono se quemaba. Cuando
estuvo reducido a cenizas, se fueron a dormir exhaustos, pero felices y
agradecidos.
Al día siguiente, marido y mujer se fueron al mercado a comprar lo
necesario para Pésaj. Shimón no
escatimó nada a su mujer. Para
compensarla por tantas privaciones, le compró no uno, sino dos vestidos nuevos,
zapatos, una pieza de tela para ropa interior, una hermosa cofia con encajes,
ropa y calzado para los niños, un mantel bordado, velas, vino, cordero, matzá
ya horneada, un candelabro de siete brazos y muchas golosinas para la
cena. La mujer le recordó que
también él necesitaba alguna ropa, y ella misma la eligió. Llenos de alegría, regresaron a su casa
cargados de cosas buenas.
Esa noche se celebraba el primer Séder. La casa de Shimón Pinjas, inmaculadamente limpia,
resplandecía a la luz del candelabro nuevo y de otras velas distribuidas por
las dos habitaciones. El perfume
de las flores se mezclaba con el del cordero asado, el guefillte fish,
la dulce jarozet y otros deliciosos platos. Los esposos parecían muchos años más jóvenes, bien vestidos
y alegres, y los niños, recién bañados, resplandecían con sus ropas nuevas,
mientras miraban golosamente los manjares.
Desde su matrimonio, Shimón y su mujer nunca habían disfrutado tanto
en Pésaj. En el centro de la mesa
estaba la bandeja ritual con todos sus ingredientes, y como manda la tradición,
había un puesto reservado para la visita del Profeta Eliahu, con una buena copa
de vino. Shimón presidió el ritual
según lo establecido, dispuso los lavatorios de las manos, pronunció las
bendiciones y oraciones, a las que los demás respondieron a coro, y llegaron
así a aquel pasaje que dice: “Todo aquel que esté hambriento esta noche,
venga y siéntese a nuestra mesa”.
Apenas habían pronunciado todos juntos estas palabras, cuando fuera se
escuchó el chirriar de las ruedas de un carruaje al detenerse. Shimón soñó por
un instante que el Profeta Eliahu en persona venía a bendecir su casa y corrió
a abrir la puerta. Cual no sería su sorpresa cuando se encontró con el Conde,
quien indicó al cochero que aguardara.
Todo hombre posee una conciencia, por muy adormecida que la tengan sus
defectos, y el Conde no era una excepción. Se había dejado llevar por la soberbia, pero había llegado a
arrepentirse y a sentir gran compasión por Shimón.
“¿Qué he ganado con amargar a este pobre hombre y a su familia,
precisamente el día de su fiesta?
Tal vez aún tenga tiempo de remediarlo”. Y decidió llevarle el dinero esa misma noche. No obstante,
creyó oportuno disimular.
Soy yo, Shimón Pinjas, y he venido a
ver qué tal te ha ido. Ya ves que
me preocupo por ti.
Sed bienvenido a mi humilde morada,
señor Conde. Sólo siento que sea
poco digna de vos.
El Conde miró asombrado a su alrededor:
todo era modesto, pero limpio y bien arreglado, con cortinas y mantel nuevos,
velas, flores, buena comida y rojo vino.
La mujer y los hijos de Shimón le hicieron una reverencia, bien vestidos
y alegres.
¿Qué ha pasado aquí? ¿Te
has hecho rico de la noche a la mañana?
¡Ay, señor Conde, hay grandes misterios en esta vida! A nadie contaría lo que me ha sucedido,
pero sí a vos, que sois mi benefactor.
Acto seguido, Shimón narró al Conde la historia del mono muerto y de
las monedas halladas en su interior.
¡No puedo creerlo! --acertó a decir el Conde-- ¿Será posible que se
trate del mono que se me murió ayer?
¿Tenía puesto un collar de cuero?
Pues sí, señor Conde.
Sólo que, con la poca luz, no sabría decir si tenía
alguna inscripción.
No hace falta: era mi mono.
Ahora sé de qué murió. Lo
tenía siempre conmigo, también cuando cobraba los impuestos a mis siervos, y me
veía a veces morder las monedas de oro para saber si eran o no falsas. El animal creyó que me las comía, quiso
imitarme y de eso murió. En
efecto, mandé a dos de mis criados a llevarlo a enterrar, y ¡mira lo que han
hecho! ¡Han querido jugarte una
mala pasada y te han traído la fortuna!
Shimón se excusó y fue a su aposento, de donde regresó enseguida con
una bolsa en la mano.
Este es vuestro dinero, señor
Conde. No sabía que os pertenecía
y he gastado algunas monedas para celebrar esta fiesta. Os ruego que me perdonéis.
Tu gesto revela tu honradez, pero no
aceptaré ese dinero. Ha llegado a
ti por caminos incomprensibles para el hombre, y no seré yo quien intente
torcer lo dispuesto por la Providencia.
Quédate con el dinero, y que te reporte todo el provecho y la
prosperidad que hasta ahora no has tenido.
¡Mujer, hijos míos, agradezcamos a
nuestro benefactor! --dijo Shimón.
“¡Qué extrañas costumbres las de estos judíos! Cuando le daba dinero para el Shabat,
daba gracias a su Di-s. Ahora que
la mano del destino le ha entregado tanto oro, me lo agradece a mí”, pensó
el Conde.
El Conde se marchó, aún asombrado, y se pasó la noche pensando en los
extraños caminos de la Providencia.
Y cuentan que, desde entonces, se volvió más prudente y menos arrogante,
más caritativo con los pobres y más piadoso. Shimón Pinjas, por su parte, nunca volvió a necesitar de su
ayuda. Con aquel dinero hizo tan
buenos negocios que pronto pudo mudarse a una casa mejor. No pasó mucho tiempo sin que necesitara
tomar algunos empleados: contrató primero a dos de sus más pobres amigos
judíos, que en los malos tiempos lo habían consolado; después a otros tres, y
tanto prosperaron que se convirtieron en importantes personajes, dentro y fuera
de la comunidad judía. Pero Shimón
Pinjas nunca olvidó su antigua miseria, y menos aun el deber de socorrer a los
desfavorecidos. Así pasó el resto
de su vida, agradeciendo al Creador por su fortuna, feliz y bendecido por
todos. Hizo construir una sinagoga
que hasta hoy lleva su nombre.
Cuando llegó el momento, casó bien a sus hijos, y llegó hasta una edad
muy avanzada, rodeado del amor de su numerosa familia y de la gratitud de
aquellos a los que socorrió sin que llegaran siquiera a pedírselo.
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