La
Recompensa
Esta historia ocurrió en Hoshaná Rabá, el séptimo día de
Sucot.
Como seguramente saben, durante los siete días que dura la
Festividad comemos en la Sucá. La Sucá nos recuerda el cuidado y la protección
que Di-s dio al pueblo judío en su viaje de Egipto a la Tierra Prometida.
Recordarán también que en Sucot pronunciamos una bendición
sobre las cuatro Especies de Plantas: el lulav —una rama de palmera datilera—,
el etrog —un tipo de fruta cítrica—, el haddas — tres ramitas de mirto— y la aravá
—dos ramitas de sauce—. De este
modo agradecemos a Di-s por todas las cosas que crecen en los campos y en los
huertos. Porque Sucot es también
una importante celebración de la cosecha en Eretz Israel, y se lo conoce como
‘Festival de la Recolección’.
Hace muchos años, antes de que hubiera tiendas como las que
tenemos hoy, el mercado bullía de actividad en esa época del año. Los granjeros
traían sus frutas y verduras maduras para vender. Los pescadores pasaban largos
días trabajando para tener suficiente pescado para llevar al mercado. Los
agricultores que tenían granjas lecheras llevaban leche, queso y huevos. Las
mujeres recogían bayas. Algunas preparaban frascos de encurtidos de pepinos.
Había manteles bordados y cosas tejidas. En un mercado se podía comprar
prácticamente de todo. Podían encontrarse cosas para comer y beber, animales de
granja vivos, medicamentos, platos, vasijas, tela para ropas y todo lo que a
uno se le ocurriera.
A este mercado llegó un hombre un Hoshaná Rabá hace mucho,
mucho tiempo. Se llamaba Yaacob. En su bolsillo tenía diez shékels. Camino al
mercado, Yaacob pensaba en todas las cosas que podría comprar para sus hijos
con ese dinero. Se sentía muy feliz porque sabía qué contentos se pondrían los
niños cuando regresara del mercado. No le había resultado nada fácil ahorrar
los shékels, y a menudo se ponía la mano en el bolsillo para asegurarse de que
el dinero aún estaba allí. No era frecuente que tuviera dinero para comprarle
cosas a sus hijos, de manera que se trataba de una ocasión muy especial.
Cuando Yaacob llegó al mercado, miró a su alrededor. De
pronto vio que alguien estaba pidiendo a la gente dinero para una pobre
muchacha huérfana que se estaba por casar. Se puso la mano en el bolsillo.
Pensó en sus hijos que estaban en casa, esperando que él les trajera cosas
bonitas del mercado. Pobres niños, no recibían regalos a menudo. Luego pensó en
la pobre niña que se estaba por casar. Realmente necesitaba dinero para comprar
cosas para su nuevo hogar. Entonces se decidió. Sacó los diez shékels de su
bolsillo y los entregó para la colecta para la pobre huérfana.
De regreso a su casa, Yaacob pensaba en sus hijos y estaba
muy triste. Se sentirían desilusionados de que hubiera regalado todo su dinero.
No le quedaba nada de dinero para comprarles algo.
Estaba oscureciendo, y era hora de rezar Minjá. Decidió
detenerse en una sinagoga que quedaba en el camino. Allí vio un grupo de niños
jugando con un montón de etroguim, porque ya estaban en Hoshaná Rabá y estos no
se necesitaban más.
Yaacob pensó que a sus hijos les gustaría jugar con los
etroguim. Era mejor llevar a casa una bolsa de etroguim que llegar con las
manos vacías. De modo que juntó una bolsa entera y continuó su camino a casa.
Yaacob estaba muy cansado y afuera estaba oscuro, de manera
que tomó el camino equivocado. Continuó caminando durante largo rato, pero
cuando vio que aún no llegaba a casa, decidió detenerse y descansar. Se acostó
a un costado del camino y utilizó la bolsa de etroguim como almohada.
Cuando despertó, vio que se encontraba en un lugar extraño.
No sabía qué hacer. No sabía cómo encontrar el camino a casa.
De pronto vio unos hombres en uniforme montados sobre
hermosos caballos. Eran mensajeros del rey. Yaacob se hallaba en un país nuevo
y extraño, cuyo rey estaba muy enfermo. Se le había dicho al rey que sólo podía
salvarlo la fruta que usaban los judíos en el festival de Sucot. Los soldados
del rey viajaban por todo el país en busca de etroguim para poder curar al rey.
Estaban muy tristes porque el rey se ponía más débil cada día y temían que
muriera. Buscaban por todas partes y preguntaban a todos, pero nadie sabía cómo
ayudar.
Detuvieron sus caballos frente a Yaacob y le preguntaron qué
tenía en su bolsa. Quizá les sirviera. El pobre Yaacob se sintió atemorizado.
Los hombres de uniforme lo asustaban.
“Nada importante”, les dijo Yaacob. “Nada valioso. Sólo
tengo unos etroguim que quedaron de Sucot”.
“¡Etroguim! Es precisamente lo que necesitamos. Ven con
nosotros”.
Los soldados tomaron a Yaacob y a su bolsa de etroguim y se
dirigieron al palacio del rey lo más rápido que pudieron.
Yaacob no comprendía qué ocurría. Pensaba en su pobre mujer
y sus hijos. Quizás no los vería nunca más. ¿Qué sucedía? ¿Qué sería de él
ahora?
Cuando llegaron al palacio, los soldados saltaron de los
caballos, tomaron la bolsa de etroguim y corrieron al dormitorio privado del
rey.
La feliz noticia de que se habían encontrado etroguim corrió
rápidamente por el palacio. Los sirvientes interrumpieron sus tareas para
comentar la buena noticia.
Todos querían saber si la salud del rey mejoraba.
Afuera, Yaacob estaba sentado en los escalones del palacio,
esperando. Quería irse a casa, pero no sabía para qué lado correr. Temía que
los soldados del rey vinieran en sus caballos para llevarlo de vuelta al
palacio, y eso podía significar nuevos problemas. Pensó en su mujer y en sus
hijos amados, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
“¡El rey se ha salvado! ¡El rey está bien! ¡Viva el rey!”,
gritaron los soldados y los sirvientes del rey desde las ventanas del palacio.
Todos estaban felices y excitados. De pronto, Yaacob vio a los soldados del rey
que se acercaban.
“Ven con nosotros”, le dijeron. “El rey quiere conocerte”.
Yaacob temblaba de miedo. ¿Por qué querría conocerlo el rey?
Con temor, subió los escalones del palacio. Se abrieron las
pesadas y labradas puertas de madera y entró a un gran vestíbulo. Nunca en su
vida había estado en una habitación tan grande y hermosa. Lo guiaron a través
de largos corredores y pasaron por decenas de habitaciones hasta que finalmente
llegaron al dormitorio privado del rey. Este estaba sentado en la gran cama, y
su espalda descansaba sobre almohadones muy cómodos. Su colcha color púrpura
era de seda suave y brillante. Lucía un pijama azul, adornado hermosamente.
Sobre su cabeza lucía un gorro de noche, también azul, terminado en una suave
bola de armiño que hacía juego con el pijama. Era un espectáculo imponente. Pero lo mejor de todo era que el rey se veía contento y
sonreía bondadosamente a Yaacob.
“Muchas gracias”, dijo el rey. “Gracias por los etroguim que
salvaron mi vida”.
Luego le contó a Yaacob que había creído que moriría porque
necesitaba los etroguim para curarse y nadie había podido ayudarle. “Recibirás
una recompensa”, dijo el rey. Ordenó a sus sirvientes que llenaran la bolsa de
Yaacob con dinares de oro. Luego, ordenó a otro sirviente que preparara los
caballos y la carroza real para conducir a Yaacob de vuelta a su hogar con su
mujer e hijos.
Ustedes ya podrán imaginar qué ocurrió luego. Todos se
alegraron al ver que Yaacob volvía sano y salvo. Y cuando su mujer e hijos
vieron la bolsa llena de oro, volvieron a excitarse. Ahora tenían dinero
suficiente para vivir felices por el resto de sus vidas.
Así pues, Yaacob recibió una recompensa por su bondad. Había
renunciado a todas sus riquezas para ayudar a una pobre niña huérfana. Pero no
regresó a su casa con las manos vacías.
Volvió con suficientes riquezas para el resto de su vida.
Esta fue su recompensa por ser caritativo y ayudar a quien
lo necesitaba.