Un etrog del paraíso
(extraído de Maase Abot, Relatos Jasídicos, ©
Edit. Benei Sholem)
Era el primer día de Sucot (la Fiesta de las
Cabañas) y todos los congregados en el Beit Hakneset del santo Rabí
Elimélej de Lizensk estaban impregnados de un espíritu festivo singular. Se sentía el Yom Tov en el aire.
Rabí Elimélej se puso de pie en el "Amud"
(púlpito) para comenzar a recitar el "Halel" pero se
interrumpió. Todos los ojos se
volvieron hacia él. ¿Por qué se
detenía tan súbitamente en medio de su vaivén, mientras empujaba firmemente el
etrog en sus manos? ¿Y por qué no
proseguía con el servicio en su manera habitual? Era evidente que algo le preocupaba. Algo muy emocionante, a juzgar por la
mirada de su radiante rostro.
Rabí Elimélej se dirigió a su hermano, el santo
Rabí Zushe, quien había venido a pasar la festividad con él, para decirle
ansioso: -¡Ven y ayúdame a encontrar el etrog que está impregnando toda la
sinagoga con la fragancia del Jardín del Edén!
Y juntos fueron recorriendo el lugar, hasta
llegar a un rincón del Templo.
Allí estaba parado un individuo de aspecto tranquilo evidentemente
sumido en sus pensamientos.
Y dirigiéndose a él le preguntó:
-Por favor, querido amigo, dígame quién es y
adónde consiguió ese magnífico etrog.
El hombre, con expresión sobresaltada por la
inesperada pregunta, replicó lentamente, eligiendo con cuidado sus palabras:
-Con el debido respeto, Rabí, es una larga
historia. ¿Quiere sentarse y
escucharla?
-¡Por supuesto que si! -contestó el Rabí
Elimélej.
-Estoy seguro que será una historia que vale la
pena oír.
-Mi nombre -comenzó el hombre de aspecto
tranquilo- es Uri, y vengo de Streslisk.
Siempre he considerado la bendición del Etrog como una de mis Mitzvot
favoritas. Como soy un hombre
pobre normalmente no podría darme el lujo de comprar un "etrog" según
mis deseos, pero mi joven esposa está de acuerdo conmigo en su importancia y me
ayuda trabajando de cocinera, así se independiza económicamente de mí. Estoy empleado como maestro en la aldea
de Yanev, que no queda lejos de mi ciudad natal. En general uso la mitad de mi salario para nuestras
necesidades y con la otra mitad compro un "etrog" en Lémberg. Pero, para no gastar dinero en el
viaje, generalmente voy allí a pie.
Este año durante los Diez Días de Retorno (Aseret
Iemei Teshuvá) entre Rosh Hashaná y Yom Kipur caminaba hacia Lémberg
con cincuenta monedas en mi bolsa, con las cuales comprara un
"etrog". Cuando atravesé
el bosque me detuve a la vera del camino para comer algo y descansar. Como era el momento de rezar Minjá, me
dirigí hacia un rincón y oré.
Estaba en la mitad de Shemoné Esré
(oración silenciosa de "18 bendiciones") cuándo escuché quejas y
lamentos, como de una persona en agonía.
Instintivamente supe que era judío, aunque el hombre no había dicho una
sola palabra inteligible. Me apuré
en terminar mi plegaria para averiguar que ocurría y ver si podía ayudar en
alguna forma.
Cuando me volví hacia el hombre, que estaba en
evidente zozobra, contemplé a una persona singular y de aspecto tosco, vestido
con ropas de campesino, con un látigo en sus manos, contando sus penas al
cantinero.
De su perturbador relato, más incoherente aún
por lo sollozos intermitentes, pude recoger que el hombre era un pobre judío
que se ganaba el pan como carrero.
Tenía esposa y varios hijos y apenas al ganaba lo suficiente para poder
vivir. Y ahora le había ocurrido
una terrible calamidad. Su
caballo, sin el cual nada podía hacer, se había desplomado repentinamente en el
bosque, no lejos de la taberna y se quedó allí sin poder levantarse.
Yo no podía soportar el verlo tan desesperado, y
traté de consolarlo y asentarlo, diciéndole que no debía olvidar que hay un
Di-s sobre nosotros, y que él siempre podía ayudarlo en su infortunio, por más
grande que le pareciera.
El dueño del bar, conmovido por la historia del
carrero le dijo: -Le vendo otro caballo por cincuenta monedas, aunque le puedo
asegurar que vale por lo menos ochenta.
Pero quiero ayudarlo en su dificultad.
-No me haga reír -replicó el carrero
amargamente. -Ni cinco monedas siquiera tengo y me dice que puedo comprar otro
caballo por cincuenta.
Sentí que no podía guardar el dinero para el
"etrog" cuando había un hombre en una situación tan desesperante.
-Dígame cuál es el precio más bajo que aceptaría
por su caballo, le dije. El cantinero se volvió sorprendido.
-Si me paga en efectivo, me conformo con
cuarenta y cinco monedas ni un centavo menos. ¡Estoy vendiendo mi caballo con
pérdidas ya!
Inmediatamente extraje mi billetera y le
entregué cuarenta y cinco monedas, mientras el carrero lo miraba, con los ojos
desorbitados de sorpresa. Estaba mudo y su alegría era indescriptible.
-Ahora ve como el Todopoderoso puede ayudarlo,
aún cuando su posición parezca completamente desoladora -le dije, antes de que
saliera con el cantinero a ensillar el nuevo caballo.
Ni bien salieron, rápidamente junté mis pocas
cosas y desaparecí, pues quería evitar el agradecimiento.
Luego llegué a Lémberg con las cinco monedas
restantes en mi bolsillo, y naturalmente tuve que contentarme con comprar un etrog
común. Mis intenciones originales eran gastar cincuenta monedas en un etrog
excepcional.
Generalmente mi etrog es el mejor de Yáner y
todo el mundo suele venir a recitar la bendición apropiada con él. Este año me
daba vergüenza volver a casa con un ejemplar tan pobre, de manera que mi esposa
estuvo de acuerdo en que viniera aquí, a Lizensk donde nadie me conoce.
-Pero mi querido Rabí Uri -gritó Rabí Elimélej,
ahora que el maestro habla finalizado su historia- el suyo es verdaderamente un
etrog excepcional, en el mejor de los sentidos. ¡Ahora me doy cuenta por qué tiene la fragancia del Jardín
del Edén! Déjeme contarle la
continuación de su historia.
-Cuando el carrero, a quien usted salvó del
desastre, contempló su inesperada buena fortuna, pensó que usted debía haber
sido nada menos que el mismo profeta Eliahu, a quien el Todopoderoso habla
enviado a la tierra disfrazado de hombre para ayudarlo en su desesperación. Habiendo
llegado a esa conclusión, el feliz carrero buscó una manera de. expresar su
gratitud al Creador pero el pobre hombre no sabía ni una palabra de hebreo, ni
una oración. Entonces buscó un modo adecuado de dar las gracias.
Súbitamente su rostro se iluminó. Tomó su látigo
y castigó al aire con todas sus fuerzas, al tiempo que gritaba de lo más
profundo de su ser:
-¡Oh querido Padre en el Cielo! ¡Te amo mucho!
¡Te amo más aún que a mi querida esposa y a mis hijos! ¿Qué puedo hacer para
demostrar mi amor por Ti? ¡Déjame
hacer sonar mi látigo como prueba de mi amor! De inmediato el carrero hizo
resaltar su látigo tres veces.
En vísperas de Yom Kipur -continuó su
relato Rabí Elimélejel-, el Todopoderoso estaba sentado en su Trono del Juicio,
escuchando las primeras plegarias del Día del Perdón.
Rabí Levi Itzjak de Berdichev, quien actuaba
como Asesor de la Defensa de sus hermanos judíos, empujaba un carro lleno de
Mitzvot (buenas acciones) de los judíos hacia los Portones del Cielo,
cuando apareció Satán, acusador de los judíos, y obstruyó el camino con bolsas
de malas acciones, de modo que el carro no podía pasar y Rabí Levi Itzjak no
podía proseguir su camino.
Mi hermano, Rabí Zushe y yo agregamos nuestras
fuerzas para ayudar a Rabí Levi Itzjak a mover el carro hacia adelante, pero
todo era en vano. Aún nuestros
esfuerzos combinados no lo lograron.
De pronto llegó el sonido de restallar de un
látigo, y un enceguecedor rayo de luz apareció, iluminando todo el universo,
hasta los cielos mismos.
Ahí vimos a los ángeles y a los Tzadikin
sentados en círculo, cantando alabanzas a Di-s. Al escuchar las palabras del carrero y el restallar de su
látigo dijeron:
-¡Feliz el Rey que así es alabado!
De pronto, el ángel Mijael apareció trayendo un
caballo, seguido por el carrero con el látigo en mano.
El ángel Mijael ató el caballo al carro de las Mitzvot
judías y el carro hizo sonar su látigo. Súbitamente el carro dio un tirón hacia
adelante, aplastó los pecados judíos que obstruían el camino y lo hizo llegar hasta
el Trono de Honor. Allí el Rey de
los Reyes, Di-s, lo recibió graciosamente y levantándose del Trono del Juicio,
se dirigió a sentarse al Trono de la Piedad. Así un Feliz Año Nuevo quedó
asegurado a todos los judíos.
-Y ahora querido Rabí Uri -concluyó Rabí
Elimélej- ya ve que todo esto fue a causa de su noble acción. Regrese a su casa
en paz pero antes de irse, permítame tomar en mis manos este magnífico
"etrog" y recitar "el Halel" con él.