Recuerdos de un Jasid
(extraído del libro "Generación en
Generación" por Abraham Twersky, © Edit. Kehot Lubavitch)
Sucot (la Fiesta de los Tabernáculos) es llamada
la "estación del júbilo", y para mí era precisamente eso.
Cuando yo era niño, no existían las sucot
prefabricadas ni los revestimientos para techos. Poco antes de Sucot, Jonie
venía con un ayudante y sacaba la leña del garaje para construir la sucá. Tenía entonces la oportunidad de usar
martillo y clavos y todas esas herramientas maravillosas.
Dicho sea de paso, conservo un recuerdo más
vívido que todos los demás. Había tomado un largo trozo de leña y martillado un
clavo en él, sólo por diversión. Jonie me regañó diciéndome: "Alguien
podría tratar de serruchar ese leño, y cuando se le estropeara el serrucho por
causa del clavo, podría maldecir a quien puso allí ese clavo. Nunca hagas algo
que podría traerte aparejada la maldición de alguien". Tenía razón. Lo que
más me gustaba era ir en el carro de caballo de Hersh a juntar ramas de sauce
para cubrir la sucá. Solía ayudar a Hersh a hacer atados con las ramas y
a cargarlos en el carro. Hoy, en mis ensueños, puedo revivir esas escenas, y a
veces hasta oler las ramas recién cortadas.
Hoy, los adornos de la sucá pueden
comprarse. En aquellos días, teníamos que hacerlos nosotros mismos. Papá solía
escribir las letras sobre un trozo de cartón, y nosotros las coloreábamos.
Pintábamos la fruta con pintura dorada para que pareciera oro.
Hacíamos pájaros de adorno para la sucá. Como no
existían las pelotas de plástico, el cuerpo de los pájaros era un cascarón
hueco de huevo. Lo obteníamos agujereando el huevo de los dos lados y soplando
el contenido hacia afuera. (Este es el origen de la expresión idish de que algo
"vale tan poco como un huevo vacío").
Las alas las hacíamos de papel plegado de
colores y las sujetábamos al cascarón del huevo con cera de sellar. La cabeza
del pájaro se moldeaba con cera de abejas. Este era un procedimiento delicado,
y si el frágil caparazón se rompía, había que repetir todo el procedimiento.
En nuestra sucá siempre había mucha gente
comiendo, tanto rabinos itinerantes como habitantes del pueblo que no, tenían
su propia sucá. Siempre había gente cantando y danzando, y se relataban muchas,
muchas historias.
Simjat Torá marcaba el final de Sucot. El júbilo de
bailar con los Rollos de la Torá no tenía límite. Quien hubiera visto a Papá
bailar con la Torá nunca lo olvidaría. La danza de Papá definía esencialmente
el concepto de júbilo tal como se entendía en las enseñanzas jasídicas. Papá
sostenía la Torá mientras se unía en el canto de una jubilosa melodía, una
melodía que se reservaba exclusivamente para Simjat Torá, y que nuestro
antepasado, el Maguid de Chernobl, afirmaba haber escuchado a los
ángeles celestiales en su adoración a Di-s. Papá luego permanecía quieto
mientras el canto continuaba, y de pronto irrumpía en una danza que era a un
tiempo serena y estática.
El mensaje de la danza era que el júbilo era una
experiencia interior que debe hallar expresión externa sólo cuando llega a una
intensidad tal que ya no puede contenerse. Entonces, y sólo entonces, puede
explotar en una acción espontánea y manifiesta. Incluso entonces, la expresión
de júbilo debe ser modesta y discreta.
Muchos años después, cuando aprendí las explicaciones
jasídicas detalladas sobre "regocíjate con temblor" (Salmos
II:11) pude comprenderlas. La danza de Simjat Torá de Papá fue una
lección imborrable.
En los servicios de la noche del viernes
ocasionalmente Papá recitaba el kadish de duelo. Nos contó la siguiente
historia.
El Rebe de Apt, un antepasado cuyo nombre
(Abraham Ioshúa Heshel), tengo el honor de llevar, solía vivir en la pobreza
más abyecta. Algunas comunidades no podían pagar el sueldo de un rabino, y éste
se ganaba la vida merced a la exclusividad que tenía su esposa sobre la venta
de levadura. En el mejor de los casos, esto le permitía subsistir modestamente,
pero las condiciones distaban de ser ideales.
Un año se aproximaba el festival de Sucot y el
Rebe de Apt no tenía suficiente dinero para comprar comida para la fiesta,
menos aún velas y ni remotamente lo necesario como para adquirir un etrog
y un lulav. Como no tenía nada que preparar en su casa la víspera de la
fiesta, el Rebe regresó a la sinagoga, tras advertir a su mujer que no pidiera
dinero prestado ni aceptara beneficencia. Lo que el Todopoderoso deseara para
ellos, es lo que tendrían.
Cuando el Rebe salió, un extraño golpeó la
puerta y le dijo a la Rébetzin que era un mercader que se hallaba camino
a casa y que veía que le resultaría imposible llegar antes del anochecer. Por
lo tanto, debería pasar Yom Tov en uno de los pueblos por el camino, y
éste le resultaba igual que cualquier otro, Sin embargo, como llevaba consigo
una importante suma de dinero, deseaba alojarse en un lugar seguro, y el lugar
más seguro que podía imaginar era el hogar del rabino local. Por eso, pedía
permiso para pasar allí Yom Tov.
La Rébetzin le respondió que les
agradaría mucho recibirlo en su casa pero que, como pasarían un Yom Tov
hambriento, no sería muy apropiado invitar a otra persona a compartir su
miseria.
"Eso no es problema", dijo el extraño,
sacando de su bolsa un billete de gran valor. "Todavía hay tiempo para
comprar provisiones, y el gasto bien vale la pena pues estaré en una casa donde
puedo descansar en paz y confianza".
La Rébetzin tomó el dinero y se apresuro
en ir al mercado. El extraño, seguro de que el Rebe indudablemente no tenía
dinero para comprar un etrog y un lulav salió en procura de ellos.
Esa noche, al terminar los servicios, el Rebe se
demoró estudiando en la sinagoga, pues sabía que no había apuro en llegar a
casa, y tanto podía ayunar en la sinagoga como en la casa. Cuando finalmente
llegó a su casa, le sorprendió ver desde lejos el resplandor de su sucá, pues
sabía que no tenían velas. Cuando entró en la sucá y vio la mesa tendida
con jalá y vino, su primer pensamiento fue que la Rébetzin no se
había podido resignar a pasar un Yom Tov sin provisiones y había caído en la
tentación de aceptar limosnas. Entró, pues, en la casa, con el ceño fruncido y
regañó a su esposa por contrariar sus deseos.
¡Di-s no lo permita!", dijo la Rébetzin,
y le contó al Rebe sobre el extraño que había venido y le había pedido
alojamiento, y había provisto las necesidades para él y para ellos también.
El Rebe no cabía en sí de júbilo, pues ahora el
Todopoderoso le había permitido celebrar Yom Tov de manera festiva sin
tener que aceptar beneficencia. Cuando entró el forastero, el Rebe lo abrazó, y
cuando le mostró el etrog y el lulav con los que podría cumplir
la sagrada mitzvá, el júbilo del Rebe ya no tuvo límites. Tomó al extraño de
las manos y entró bailando con él en la sucá.
El rostro del Rebe irradiaba luz cuando se
sentaron a la mesa y el extraño ocupó su lugar junto al Rebe. Le sorprendió que
el Rebe le pidiera que se corriera un poco, y luego otro poco, y así hasta
terminar sentado en el extremo de la mesa. Al terminar la comida, el extraño se
acercó al Rebe. "Te ruego que no me interpretes mal", le dijo.
"Realmente no me debes nada, pues hice comprar las provisiones
fundamentalmente para satisfacer mis propias necesidades. Si hubiera otros
invitados en la sucá, podría comprender que tal vez ellos merecieran
sentarse más cerca de ti que yo. Pero como tú y yo éramos los únicos en la sucá,
¿por qué me empujaste hasta el extremo de la mesa? ¿Por qué te molestó que me
sentara cerca de ti?", le preguntó.
El Rebe abrazó al extraño. "Hijo mío",
le dijo, "no pienses así. Eres muy querido para mí, y sólo el Todopoderoso
puede recompensarte por lo que has hecho por mí. .¿Pero cómo puedes decir que
no había otros invitados en la sucá? Sabes que los Patriarcas Abraham, Itzjak,
Iaacov, Moshé, Aharón, losef y David, visitan la sucá. ¿Dónde se sientan?
Perdoname, pero tenía que hacerles lugar".
Al hombre le brillaron los ojos. ¡Pensar que
tenía el privilegio de estar en compañía de los Patriarcas! Besó las manos del
Rebe y lo abrazó. A la mañana siguiente cuando entró en la sucá, el
extraño inmediatamente se sentó de buena gana en el extremo de la mesa.
Tras la comida de la segunda noche, el extraño
se dirigió al Rebe. "Rebe", le dijo, "si realmente he sido
bendecido con el privilegio de compartir la sucá con los Patriarcas, me
gustaría verlos en realidad".
El Rebe meneó la cabeza. "No, hijo
mío", le dijo. "Sería una visión demasiado intensa como para que tu
alma quedara contenida en tu cuerpo, y todavía tienes muchos años por
delante".
Al día siguiente, el extraño insistió. "He
pensado' mucho en esto", dijo.
"Ya tengo casi sesenta años, y tal vez todavía
viva diez años más o menos. Valoro ver a los Patriarcas mucho más que unos
pocos años de existencia sobre la tierra". El Rebe trató de disuadirle
pero como el extrañó se mostró inflexible, finalmente le concedió la capacidad
de contemplar a los Patriarcas.
Al día siguiente, el extraño
cayó enfermo, y cuando el Rebe se sentó junto a su lecho de enfermo, le dijo:
"Siento que mis energías me abandonan, y sé que he de morir. Créeme, Rebe,
no lo lamento. Haber podido contemplar a los Patriarcas valió más para mí que
una docena de años; con gusto volvería a hacerlo. Sólo tengo una preocupación:
no tengo hijos. ¿Quién dirá el kadish por mí?".
El Rebe le aseguró que observaría el kadish.
"¿Y qué pasará con el íortzait (el recuerdo anual)? Tú también eres
sólo mortal, ¿y he de ser totalmente olvidado cuando tú hayas fallecido?".
El Rebe pensó un momento y luego dijo:
"Dejaré instrucciones en mi testamento para que mis descendientes reciten
el kadish en tu memoria los viernes por la noche". Así pues, Papá
recitaba el kadish en nombre del extraño que había merecido tanto el
privilegio de facilitar a su antepasado la posibilidad de pasar un Yom Tov
festivo, como de ver a los antepasados de la nación judía.