Operación cocodrilo
Cuando en el año de 1944 Rusia conquistó Rumania, se formó
un grupo de contrabandistas denominado “Fugitivos fronterizos”, cuya función
era hacer cruzar la frontera a quienes deseaban escapar del brazo de la K.G.B.
Estos contrabandistas operaban solo con grupos reducidos,
diez individuos como máximo podían participar en cada huída.
En uno de los operativos, se unió al grupo un judío justo,
íntegro y temeroso de Di’s, quien anhelaba llegar a la tierra de Israel para
vivir allí en paz, y poder servir a su Creador con devoción y santidad.
Bajo un estricto silencio y la mayor discreción posible,
decidió el jefe de los contrabandistas que la huída se efectuaría la cuarta
noche de Janucá.
Reunió a los integrantes del grupo, y les ordenó que se
presentaran en la fecha acordada, al punto de las ocho de la noche, en una de
las alcantarillas cercanas al límite de la ciudad, para comenzar la
escapatoria.
Con los ojos temblorosos y los corazones palpitando por el
peligro al que se exponían, llegaron los fugitivos puntualmente al lugar
convenido.
Ahí dentro, el jefe les comunicó que la fuga se denominaría
“Operación cocodrilo”, la cual consistiría en arrastrar sus cuerpos sobre la
tierra durante varias horas hasta cruzar el límite; única manera de burlar la
estricta vigilancia del ejército rojo.
Uno a uno salieron de la apestosa cloaca y comenzaron la
peligrosa, pero forzosa escapatoria.
La primera fase la habían pasado con gran éxito, habían
cruzado ya más de la mitad de la frontera.
No obstante, no podían detenerse; debían seguir avanzando
hasta encontrar un lugar desolado, lejos de la torva mirada de los guardianes,
para entonces poder descansar, recobrar fuerzas y seguir la huída.
Sus cuerpos estaban exhaustos por el fatigoso arrastre. La larga noche invernal se hacía
interminable, solo esperaban la orden de descanso para poder sanar las heridas
y calentar sus cuerpos.
Finalmente el mandato llegó, dos horas antes de que los
rayos del alba despuntaran sobre la tierra, el jefe ordenó descansar por
algunas horas en una de las ruinas que se hallaba en el silencioso bosque.
El peligro aún seguía latente, los guardianes del bosque
rondaban la zona en busca de desertores.
El jefe, quien se caracterizaba por su severo carácter y
dureza de corazón, volvió a advertir a los integrantes del grupo que debían
permanecer en el suelo y en silencio absoluto.
Aprovechando la tregua, el judío religioso, se acercó al
jefe le pidió su permiso para prender las cuatro velas de Janucá que
correspondían a esa noche.
El jefe, exasperado por la osadía del solicitante le dijo en
tono despreciativo:
“Está usted loco, ¡cómo pretende ponernos en peligro en
estos graves momentos!”.
“¡No comprende usted que al iluminarse el lugar nos hallarán
fácilmente, y entonces seremos presa segura de sus garras!”.
El judío
trató de explicarle que lo haría con la mayor discreción posible, las
encendería tras la pared para no despertar la mínima sospecha.
Sin
embargo, el jefe se negó rotundamente y con una señal desdeñosa, le ordenó
echar su cuerpo a tierra y permanecer en esa posición hasta nueva orden.
El
religioso aceptó el decreto y con lágrimas en sus ojos se unió al resto del
grupo.
Al
acostarse, trató de relajarse, de olvidar el asunto, mas no podía.
Su
conciencia no lo dejaba tranquilo. Toda su vida había cuidado este gran precepto con amor y fervor, y ahora
sería la primera vez que dejaría de encender las velas.
Por
momentos acallaba su razón con la excusa de que el momento y el lugar no le
permitían cumplir con su obligación, no obstante, su mente no conciliaba la
idea de que las luminarias no fueran encendidas.
En su
interior se desarrollaba una guerra de pensamientos que no lo dejaba en
paz. Su estado espiritual había
decaído a niveles muy bajos, anímicamente se sentía muy presionado, muy
exaltado.
Finalmente,
la conciencia lo torturó de manera tal, que la desesperación lo venció.
Salió
lentamente de las ruinas y con el corazón en la mano determinó encenderlas,
desafiando de ese modo la orden expresa del jefe, y corriendo el peligro que
ello conllevaba.
De su
viejo saco, sustrajo una pequeña botella de aceite de oliva que había cargado
especialmente para tal efecto.
De sus
bolsillos sacó tapas de botellas para que le sirvieran como recipientes, y del
forro gastado de su abrigo cortó cinco trozos de tela (cuatro para las velas y
el sobrante para el shamash), para utilizarlas como mechas.
Preparó la
improvisada janukiya y se dispuso a encenderla.
Con los
sentimientos exaltados y gran devoción, recitó las dos bendiciones
correspondientes y encendió la preciada janukiyá.
Sus ojos
brillaban ante la flama que subía y se fortalecía.
En su
rostro se reflejaba la alegría que para él significaba cumplir con Di-s y
consigo mismo.
Con voz
trémula y silenciosa comenzó a entonar la tradicional canción “Maoz Tzur”, la
cual le avivaba aún más la nostalgia y la emoción.
Después de
unos segundos, sus mejillas se encontraban ya húmedas por las lágrimas que sus
ojos derramaban.
La
añoranza por sus familiares y los recuerdos de su infancia, le reforzaban la fe
de que el milagro habría de ocurrir, y finalmente saldrían todos en paz; a la
vez que se acrecentaba en su interior la esperanza de libertad para sus
hermanos que permanecían aún en cautiverio.
En medio
de aquel enaltecido momento, se escuchó un violento grito que decía:
¡”Judíos
alcen sus manos, son ustedes fugitivos”!.
Sus
rostros palidecieron, el pavor que se apoderó de ellos era tal, que
desfallecían ante la perspectiva de la muerte.
Bien
sabían que contaban solo con unos segundos para despedirse y entregar sus vidas
en manos de la fiera rusa, para que finalmente despedazaran sus cuerpos en
pequeños trozos y los arrojaran a los perros.
El temor
los dejó atónitos por varios instantes.
Tenían la
mirada fija en el robusto soldado acorazado, que estaba equipado con armas y
municiones.
Sin
embargo, ante la sorpresa de todos, el soldado ordenó que bajaran sus manos.
De entre
sus pesadas ropas extrajo una botella de vodka, y pidió que repartieran un
trago a cada integrante del grupo para que calentaran sus cuerpos.
Cuando le
preguntaron a qué se debía su extraña actitud, respondió:
“Hoy me
tocó el turno de patrullar este sector del bosque. Las señales de arrastre que observé en el camino, me
hicieron sospechar que ciertamente, más de una persona había pasado por aquí,
seguí los rastros y llegué hasta esta ruina”.
“Al
verlos, no dudé en aniquilarlos, no obstante, cuando vi las velas encendidas y
oí la preciosa tonada, mi cuerpo se estremeció, mi memoria me hizo retornar años
atrás, y ello me hizo recordar las velas que mi padre, en paz descanse encendía
y entonábamos juntos esta canción”.
“Hoy, yo
soy un arraigado soldado del ejército rojo y no puedo cumplir con este
milenario precepto, ustedes que sí lo pueden hacer, los felicito y los bendigo.
¡Hermanos, váyanse en paz!”.
Volver a Cuentos de Janucá