La luz de Janucá extraviada
Era una tormentosa noche invernal, cuando Rabí Baruj encendió su
primera luminaria de Janucá.
Un halo de santidad flotaba en el ambiente, mientras Rabí Baruj
pronunciaba, con especial devoción, las bendiciones anteriores al cumplimiento
de la Mitzvá.
Los discípulos, reunidos a su alrededor, observaban con reverencia
la emoción de su querido maestro y Rabí, embelesados ante la pequeña llama
chispeante que parecía bailar al son de las inspiradas palabras del Rabí.
Apenas el santo hombre habla concluido de entonar la plegaria de
Hanerot Halalu -estas luminarias...-, cuando la pequeña llama, que
habla crecido hasta llegar a ser grande y firme, comenzó a decaer hasta que
finalmente desapareció por completo.
Como si algún poder extraño se la hubiera llevado...
Los discípulos quedaron anonadados.
Atemorizados ante el extraño incidente, miraban de soslayo a Rabí
Baruj, esperando oír alguna explicación.
Pero él continuaba inmóvil, como sumido en profundas cavilaciones,
su mirada pérdida en él vacío, como si mirara a lo lejos, en busca de una
explicación del extraño hecho.
Su Shamash -ayudante-, se acercó para encender nuevamente la
apagada mecha.
Ya se disponía a hacerlo, cuando Rabí Baruj lo detuvo, y con un
gesto silencioso le indicó que se alejara.
Luego de algunos minutos de ansiosa espera, súbitamente el rostro
del Rabí se encendió. Con radiante rostro comenzó a entonar el conocido himno
de Janucá, "Maoz tzur...", y sus discípulos, aliviados de su anterior
temor, lo acompañaron con alegres voces.
-Sentémonos a celebrar Janucá, como corresponde -dijo Rabí Baruj,
luego de que hubiera terminado de cantar la expresiva melodía de fe y confianza
en la siempre presente ayuda Divina- La luz de Janucá volverá. Ahora está
ocupada en una importante misión al servicio de Di-s.
Los discípulos de Rabí Baruj sabían que de él no se oían palabras
vanas. Confiaban ciegamente en la sabiduría y santidad de su maestro.
Se congregaron alrededor de la mesa, alegres y con ansias de
conocer qué se había hecho de la desaparecida luz de Janucá.
Rabí Baruj leyó en los ojos de sus discípulos la intriga que éstos
sentían.
-Tened paciencia. Pronto escucharéis que ocurrió...
Se enfrascaron en las palabras de su maestro, quien no cesaba de
explicar diversos aspectos de la festividad. A la luz de sus interpretaciones
ésta adquiría un esplendor especial.
Era casi medianoche cuando los discípulos ubicados cerca de la
ventana exclamaron repentinamente:
-¡Rabí! ¡Rabí! ¡La luz de Janucá ha vuelto!
Todos se pusieron de pie, mirando en dirección a la Menará, el
candelabro de Janucá de su maestro.
Efectivamente, vieron que la pequeña llama parpadeaba como antes,
bailando una danza de alegría, como si hubiera llevado el mensaje de Janucá
desde un extremo de la tierra al otro.
Esperad sólo unos instantes más, y sabréis que ha acontecido.
No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando un ruido
se escuchó afuera. Se trataba de un carruaje que se aproximaba velozmente.
El sonido de los azuzados caballos haciendo trepidar la tierra
bajo sus patas fue creciendo, hasta llegar a la puerta de la casa de Rabí Baruj
donde se detuvo.
La puerta se abrió y entró al recinto uno de los Jasidim más
cercanos y leales a Rabí Baruj, que vivía en una pequeña ciudad, más allá de
las montañas y los bosques.
Sus vestimentas estaban desarregladas y su rostro distorsionado,
como si hubiera tenido que soportar terribles momentos.
Pero sus ojos brillaban y su expresión denotaba gran felicidad.
Rabí Baruj lo saludó cordialmente y le indicó que se lavara las
manos, dijera las oraciones y encendiera su luz de Janucá.
Los discípulos no podían reprimir su curiosidad mientras el hombre
cumplía lo que el maestro le había ordenado.
Cuando hubo concluido, se sentó junto a Rabí Baruj, mientras en el
cuarto se bacía un expectante silencio.
Finalmente, el hombre comenzó a hablar:
-Hace ya varios días que me encuentro en el camino. Mi intención
era la de pasar Janucá junto a mí querido maestro. De acuerdo a mis cálculos, y
teniendo en cuenta la tormenta, salí con la suficiente antelación como para
poder estar aquí antes del comienzo de la festividad, y poder compartir con
ustedes la sagrada atmósfera de este lugar, que lo impregna todo.
El tiempo era frío y tormentoso, mientras ascendía con mi carreta
los empinados senderos que conducen a la ciudad.
A pesar de lo crudo del clima, yo no sentía nada. El calor y
entusiasmo de lo que me esperaba aquí, me hacia olvidar de la lluvia que caía
torrencialmente sobre mí, estaba como en otro mundo.
Quería llegar aquí lo antes posible. Hasta pasé de largo frente a
la hostería del camino para no perder ni un minuto.
En lugar de seguir mi viaje por las zigzagueantes rutas
habituales, me pareció que ahorraría mucho tiempo si tomaba un atajo a través
de los oscuros bosques, a pesar de la lluvia y el mal tiempo. Así, Di-s
mediante, llegaría un día antes.
-Me parece un poco reprochable tu manera de actuar -le interrumpió
Rabí Baruj- nunca hay que ponerse en peligro.
-Pronto comprendí mi error, Santo Rabí -replicó sombríamente el
hombre- pues cuando cruzaba uno de tos espesos bosques, un súbito tirón me
arrancó de mis pensamientos. Manos toscas me sujetaron fuertemente y me
arrancaron del asiento, mientras otros revisaban minuciosamente mi carruaje y
pertenencias.
Un grupo de bandoleros me había atacado, confundiéndome con un
rico comerciante que acostumbraba transitar las espesuras del bosque en sus
viajes de negocios.
Cuando no encontraron lo que buscaban, se ensañaron conmigo,
empujándome y castigándome cruelmente.
Por fin, ante la inutilidad de sus "métodos", decidieron
llevarme ante su jefe, para que éste me hiciera revelar "la verdad".
Dos de los hombres, fuertemente armados y enmascarados, se
sentaron junto a mí en el pescante y uno de ellos tomó las riendas del
carruaje.
Precedidos de los jinetes, cruzamos el camino, adentrándonos más
profundamente en el bosque, avanzando sobre zanjas y piedras, corriendo a cada
momento el peligro de chocar contra los árboles u Otros obstáculos, en alocada
carrera.
Conducían la carreta con tal salvajismo que no pude permanecer con
los ojos abiertos. Estaba mudo de terror.
Finalmente el carruaje descendió por la ladera de una hondonada
hasta que se detuvo frente a una choza negra, bien disimulada tras unos altos
matorrales.
Fui llevado ante el jefe de la banda, un hombre de aspecto tosco y
cruel, cuyo salvajismo brillaba en los ojos.
-Si aprecias tu vida es conveniente qué me digas qué es lo que te
llevó a desafiar a los rigores del tiempo adentrándote en el peligroso bosque,
y lo más importante, dónde escondes el dinero.
-Señor Jefe - mi voz temblaba y me costaba articular cada palabra,
por el miedo y el dolor de la paliza que me habían propinado-. No soy ningún
comerciante no estoy en viaje de negocios. Mis escasas pertenencias ya han sido
robadas por sus secuaces. Soy un simple hombre que viaja a ver a su Rabí, para
la festividad judía de Janucá.
- Oyen amigos, la "biografía" de nuestro
"invitado" -gritaba a carcajadas el jefe ante lo inverosímil de mi
historia. Súbitamente su rostro se ensombreció y con una gruesa voz me dijo:
- Basta de tonterías. Si no quieres hablar, mi látigo hará que tu
lengua sea más rápida que tu pensamiento. No me dirás que eres tan tonto como
para viajar a pesar de la tormenta y el frío para estar con un viejo Rebe...
Yo repetía incansablemente mi historia, pero nadie estaba
dispuesto a escucharme.
La angustia que pasé durante las horas siguientes, es inenarrable.
Mi espalda estaba totalmente ensangrentada cuando los ladrones me encerraron en
el húmedo sótano de la casa. Para colmo, ya no podía darles otra respuesta de
la que les había dado anterior-mente. Sabía que era un castigo del cielo.
Estaba tan dolorido y cansado, que en un santiamén me quedé dormido y durante
todo ese día, y el siguiente permanecía cayendo en la inconciencia una y otra
vez.
El sol ya se ponía cuando el jefe me despertó nuevamente, con muy
poca delicadeza, interrumpiendo mis dulces sueños sobre Janucá en esta casa.
Nuevamente me interrogó y yo traté de convencerlo de que todo lo
que había dicho hasta el momento era verdad. Tratando de conmoverlo un poco, le
conté con sumo detalle la infinita felicidad que se siente por pasar Janucá con
el Rebe y el lazo de afecto y devoción que nos une.
Cuando terminé, el jefe permanecía pensativo. Luego de algunos
minutos de silenciosa reflexión, se levantó de un salto y me dijo:
-Veremos si tu historia es verdadera y si en realidad tienes fe
infinita en Di-s y en tu Rabí. Sabes que este bosque está plagado de infinidad
de peligros y ni siquiera mis hombres se atreven a cruzarlo solos. Hay lobos y
otros animales feroces y el que se atreve a cruzarlo sin armas esta condenado a
ser devorado vivo o a estrellarse contra algún árbol perdiendo la vida en su
aventura. Te dejaré en libertad y te devolveré todo lo que te hemos quitado, tu
caballo, tu carruaje y tus vestimentas. Pero recuerda que te lo advertí. No
tienes la menor posibilidad de salir con vida de este bosque. ¿Tienes la fe
suficiente como para intentarlo?
Quedé mudo ante la visión de reemprender un viaje a través de los
incontables peligros que se cernían sobre mitras cada árbol y en cada
centímetro del bosque.
Pero -continuaba relatando- pensé en Ud. querido Rebe, y en la
gran piedad de Di-s. Me pareció verlo a Ud. de pie, ante la luz de Janucá,
alabando a Di-s con sus bendiciones. Y sus ojos parecieron infundirme coraje
para afrontar todos los peligros.
Me repuse y enfrentándome con el bandolero, le dije:
-Que Di-s me proteja. Estoy dispuesto a intentarlo.
Nuevamente, los ojos del salvaje hurgaron la profundidad de mis
pensamientos.
-Si llegas a la entrada del pueblo en el que vive tu Rabí a salvo,
arroja tu pañuelo a la zanja que se encuentra tras el portón. Mis hombres
estarán allí, esperando tu señal. Si ellos regresan con el pañuelo, ordenaré la
disolución de esta banda, y regresaré a la civilización, para continuar por la
senda del bien.
En ese momento chocaron en mí fuerzas dispares. Por un lado me
invadía una tremenda alegría. Sabía que de mí dependía que un hombre, un
criminal, retornara a la senda de la bondad y la rectitud. Pero, conjuntamente,
me embargaba, el terror de las perspectivas que me ofrecía el peligroso viaje.
Finalmente, tomé mi carruaje, y me hice a la marcha presuroso por
abandonar la hondonada.
Por todos lados se escuchaban aullidos de lobos, y por más que
buscaba, no encontraba ningún camino que me llevase fuera del bosque.
La oscuridad se hacía cada vez más intensa, a medida que me
alejaba del claro en que estaba situada la casa y me introducía en la espesura
forestal. Cada vez veía menos.
Súbitamente, una pequeña llama se me hizo visible y me guió a
través de la impenetrable oscuridad como si la luz misma de Janucá hubiera sido
enviada por el Creador para protegerme y hacerme llegar sano y salvo a su
destino.
Los caminos se sucedían uno tras otro, pero los milagros que pude
vivir son inenarrables. Había lobos por todos lados, y era fácil saber que
estaban prestos a abalanzarse sobre mí y sobre mi caballo. Pero, ni bien veían
la luz, la pequeña llama que corría delante de mí, saltaban hacia atrás.
Pronto se hizo un camino y los caballos apuraron la marcha, hasta
que salí del bosque, y continué mi viaje hasta aquí.
Al pasar por el portón, arrojé mi pañuelo tal como habíamos
convenido. Que Di-s otorgue al ladrón la fuerza de voluntad y la sabiduría para
abandonar su equivoco camino, enmendando el mal que haya cometido en su vida.
Rabí Baruj continuaba sumido en sus reflexiones, mientras la
pequeña llamita de Janucá estaba por extinguirse. Su luz, sin embargo, era tan
brillante como nunca e indicaba esperanza y seguridad a los Jasidim reunidos
con su maestro.
-En Janucá, vivimos el milagro renovado eternamente, de la ayuda
divina. Aprenderemos a creer en Su omnipotencia. Que Su eterna presencia nos
traiga el milagro final de la redención de todo mal y que la luz de la fe
brille en los cuatro puntos cardinales de la tierra -dijo Rabí Baruj.
Y sus discípulos contestaron:
-¡Amén!
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