Un gran milagro ocurrió aquí
Esto ocurrió en la víspera de Janucá, y casi
arruinó el espíritu de Janucá de Móishele. No era éste un Janucá cualquiera, era el Janucá de su Bar
Mitzvá, porque él había tenido la suerte de nacer en el Shabat de Janucá.
Móishele estaba apurando su regreso al hogar
para no perderse el encendido de las luces de Janucá. Él, al igual que los demás alumnos de la Yeshivá,
había recibido permiso para salir antes de hora ese día, pero en lugar de
dirigirse directamente a su casa, primero quería comprar un dreidl -una
perinola-. No pensó que resultaría
tan difícil, pero en cada negocio al que iba le contestaban que se habían
quedado sin dreidls.
Finalmente tuvo la suerte de encontrar un
negocio que aún tenía un solitario dréidl, y se sintió tan entusiasmado
y aliviado que olvidó su habitual regateo del precio.
Ahora sí regresaba sonriendo de felicidad, con
una mano en su bolsillo acariciando el dréidl mientras balanceaba la
otra a la manera de los soldados marchando, y con una canción de Janucá en sus
labios.
Sí, Móishele se sentía feliz y despreocupado
mientras volvía a su hogar, esperando ver a su padre encender las luces de
Janucá con Leá, su pequeña hermana, entonando todos juntos la plegaria de Hanerot
Halalu. Luego extendería
frente a su hermana su puño cerrado y le preguntaría:
"¿Adivina qué tengo en mi mano?"
Y ella trataría de adivinar.
¿Una manzana? ¿Una banana?"
¡Una manzana! Sí. Realmente
debería comprar algunas manzanas y bananas para compartir con mi hermana",
pensó Móishele. "Nos
deleitaremos con las frutas mientras jugamos al dréidl.
Precisamente en ese momento llegaba a la esquina
donde había una frutería, a cargo de un anciano ocupado en la lectura del
periódico. Móishele eligió
rápidamente una manzana y una banana, preguntó el precio, pagó y salió
corriendo.
En su apuro, Móishele no vio que un grupo de
jóvenes se abalanzaba sobre el puesto de frutas, arrebatando algunas y huyendo
rápida y velozmente.
Todo sucedió tan rápido que ni se dio cuenta qué
había pasado cuando oyó al frutero gritar con todas sus fuerzas:
"¡Detengan al ladrón! ¡Apresen al ladrón!"
Casi al mismo tiempo, sintió que una mano se
posaba pesadamente sobre su hombro. Miró hacia arriba y vio un policía de aspecto furioso sacudiéndolo.
"Déjame
ir", gritó Móishele. "Yo pagué por la fruta.
¡No soy ladrón! Estudio en una Yeshivá y conozco el mandamiento: 'No
robarás'".
"¿Así? Entonces, ¿quién robó frutas del puesto del pobre
anciano? Y si tú has pagado por
ella, ¿cómo es que no está envuelta, sino en tu mano?".
"Estaba apurado por volver a casa",
dijo el pobre Móishele.
"Claro que lo estabas", dijo el
policía con sarcasmo. "Cuéntale eso al Juez".
Apenas terminó de decir esto, dio a Móishele un
empujón que casi lo voltea. "Ahora, muévete. Ya te
llevaré a un lugar hecho para truhanes como tú, que se aprovechan de gente
pobre, anciana e indefensa como el frutero".
Pronto llegaron a un enorme edificio que tenía
un inmenso cartel con las palabras "Juzgado de Menores".
Entraron, y el policía entregó a Móishele a otro
policía, mientras decía: "Un ladrón". El segundo policía llevó a Móishele a una habitación,
descorrió el cerrojo de la puerta, lo empujó adentro, cerró la puerta
nuevamente, y se fue.
Móishele miró a su alrededor en la habitación,
en la que ya había un buen número de jóvenes que parecían tener su misma
edad. Ciertamente su aspecto era
el de un grupo de truhanes. Se
apartó hacia a un rincón, lo más lejos posible de los otros jóvenes, y se sentó
sobre un banco.
"Obviamente se trata de un
principiante", dijeron los otros muchachos, y se acercaron para estudiarlo
con interés.
"Es tu primer trabajo como ladrón,
¿verdad? No te preocupes. Pronto aprenderás a hacerlo
mejor", le dijeron.
"No soy ladrón", dijo Móishele. Al oír esto, todos comenzaron a reírse
estrepitosamente.
"No nos cuentes historias fantásticas. ¿Te gustaría ser miembro de nuestra
pandilla? Te enseñaríamos cómo
triunfar".
"No soy ladrón. ¡Déjenme solo!", dijo Móishele.
¿Con que así es la cosa? Entonces te enseñaremos una lección que
no olvidarás", dijeron, y se abalanzaron sobre el pobre Móishele,
golpeándolo por todos lados.
Móishele estaba indefenso contra los salvajes
rufianes, pero se mordió los labios y trató de no llorar. Finalmente, se cansaron de pegarle y lo
dejaron solo.
Móishele se levantó penosamente y volvió,
arrastrándose, al banco del rincón más alejado de la habitación. Se sentó, pensando: 'Estos son
realmente criminales, a pesar de su juventud. Entre ellos no encontrarás un joven de Yeshivá'.
Miró a su alrededor, estudiando con calma los
rostros de sus 'compañeros' de habitación. Buscaba una cara judía,
pero se sintió feliz al no hallarla. Sin embargo, no se sentía seguro en
cuanto a uno de los muchachos. Pero no tenía ganas de hacerle semejante pregunta.
Sus pensamientos volvieron a su familia
y a su hogar. Seguramente estarían
preocupándose, ignorando qué le habría ocurrido y dónde estaría.
¿Cuánto tiempo quedaría encerrado
aquí? Quería llorar, pero se
recordó a sí mismo que ya era un muchacho de Bar Mitzvá, demasiado grande para
lagrimear. Y después se recordó
que era Janucá, ciertamente no era momento para llorar.
Entonces sacó su dréidl, lo miró, y
observó las letras nun, guimel, hei, shin (nes gadol haiá sham,
"Un gran milagro ocurrió allí'). Di-s había realizado un milagro y ayudado a los Jashmonaim contra
los griegos. Di-s seguramente le
ayudaría también a él, a Móishele, a salir de su problema actual.
¡A no preocuparse!", decidió Móishele. "Todo saldrá bien, si Di-s
quiere".
Móishele hizo girar el dréidl: ¡se detuvo
en la letra nun, "nes", un milagro!
De pronto, se le ocurrió una brillante idea que
trajo una sonrisa a su rostro. Se
olvidó del policía y de los rufianes en la habitación que de pronto parecían
mudos. Hasta llegó a olvidar la
fuerte paliza que le habían dado.
Móishele parecía estar viviendo en un mundo
diferente, ¡el mundo de los Jashmonaim!
Uno de los muchachos se separó del grupo, se
acercó lentamente a Móishele y levantó el dréidl, mirándolo curiosamente.
"Yo sé qué es esto", dijo. "Es un dréidl".
¿Eres judío?", le preguntó Móishele con el
corazón latiendo aceleradamente.
"Sí.
Yo también soy judío", dijo el muchacho en tono serio. "Ven, siéntate conmigo y
hablemos", dijo Móishele ansioso. El muchacho se sentó, pero no dijo nada más.
"Cuéntame sobre ti", dijo
Móishele. "Yo siento que tú
no perteneces a este lugar".
"Mi historia es triste", dijo el
muchacho.
Entonces le contó que había quedado huérfano a
la edad de diez años, y que no quiso seguir estudiando más en la Yeshivá.
Fue criado por una tía que mostraba muy poco
interés por él. Así se mezcló con
malas compañías, uniéndoselas en sus asaltos contra puestos de frutas, etc.,
para proseguir luego con intentos más serios de robo.
Fue apresado dos veces, traído al 'Tribunal de
Menores' y encarcelado. Ahora, en
su tercer arresto, probablemente recibiría un castigo mayor.
"Yo no soy bueno. Es demasiado tarde para que cambie", concluyó
tristemente.
"No digas eso", dijo Móishele. "Nunca es demasiado tarde. Cuando hay un deseo, hay un
camino", concluyó alentadoramente.
Móishele le contó entonces la historia de Resh
Lakish, quien había sido un hombre salvaje, un gladiador. Pero cambió tan rotundamente que llegó
a convertirse en uno de los más grandes alumnos y seguidores de Rabí Iojanán, y
hasta llegó a casarse con la hermana de éste.
Las serias y alentadoras palabras de Móishele
causaron una profunda impresión sobre el muchacho.
"Oye", le dijo Móishele, "si te
interesa, creo que tengo una buena idea. Mi padre es abogado. Cuando
sea interrogado por la Corte, me hallarán inocente y seré liberado.
Pediré a mi padre que te defienda. ¿Quisieras quedarte con nosotros? Tendrías que prometer que abandonarás
tus viejos malos hábitos y te comportarás decentemente. Verás que es una forma mucho más feliz
de vivir, y te gustará".
Los ojos del muchacho se llenaron de
lágrimas. Brillaron, y después
nuevamente se vieron tristes cuando dijo:
"Temo que realmente ya es muy tarde".
"NO es muy tarde", dijo Móishele. "Si tú haces tu parte, Di-s te
ayudará".
En eso se abrió la puerta y un policía entró a
la habitación, indicando a Móishele que lo siguiera.
Móishele dirigió al muchacho una mirada
amistosa, alentadora, y siguió al policía.
Fue llevado ante el Juez, quien comenzó a
interrogarlo. Móishele contestaba
con calma. Dio su nombre, su
dirección, el nombre de su padre y su número de teléfono. El policía dijo al Juez que había
telefoneado al hogar de Móishele, hablado con su papá, y que estaba convencido
de que había dicho la verdad.
Poco después llegó el padre de Móishele. El Juez se disculpó por el
disgusto que el error del policía les había causado y dijo a Móishele que por
supuesto estaba libre de regresar a su hogar.
Pero Móishele no tenía apuro. Contó a su padre acerca del muchacho
que estaba aún bajo arresto en el 'Juzgado de Menores'.
"Papá", rogó, "¡sácalo de
aquí! Es un muchacho judío y tiene
un buen corazón. No se le puede
echar la culpa por su situación actual. Es tan triste su historia... Móishele no pudo contener las lágrimas que rodaron por sus mejillas.
Su padre no perdió tiempo en obtener también la
libertad del muchacho que ya no fue más "Jack, el ladrón", sino Yaacob,
un muchacho judío con un corazón judío.
Cuando los tres llegaron a casa, el padre y los
jóvenes encendieron las luces de Janucá y todos juntos cantaron "Hanerot
Halalu".
Móishele dirigió una mirada furtiva a su nuevo
amigo y vio lágrimas rodando por su rostro, que continuamente enjugaba.
"Vamos a jugar al dréidl",
propuso Móishele alegremente, y los niños se sentaron a la mesa. Leá fue la primera en hacer girar el dréidl,
seguida por Móishele. Cuando llegó
el turno a Yaacob, éste se lo llevó a los labios y lo besó.
"Debo mi recientemente encontrada buena
fortuna al dréidl", dijo seriamente.
Móishele vio ahora claramente cómo la
Providencia Divina había provocado toda esta situación: que él fuera falsamente
arrestado, la paliza que recibió, etc. Todo llevó a que nes gadol haiá sham, "Un gran milagro
ocurrió allí'.
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