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Daniel el ortodoxo
por Aída Bortnik

Daniel era un niñito muy prolijo.  Tanto, que casi, casi, no parecía un niñito.  Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado.  Estaba siempre limpio y e iba a dormir cuando los niñitos tenían que irse a dormir.  Todos sus juguetes estaban enteros, brillantes y en el estante correspondiente.  Estaba tan preocupado por conservar todos sus juguetes, que nunca jugaba con ellos.  Daniel era un niñito al que no inquietaban el vuelo de los pájaros ni el funcionamiento de su cuerpo.

Daniel era un joven muy disciplinado.  Tanto, que casi, casi, no parecía un joven.  Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado.  Estaba siempre prolijamente vestido y educado con todos y respetuoso con los mayores.  Estaba tan preocupado por repetir bien sus lecciones que nunca sabia de que estaba hablando.  Daniel era un joven al que no inquietaban el rotar de las estrellas ni el bullir de su sangre.

Daniel era un hombre muy ordenado.  Tanto, que casi, casi no parecía un hombre.  Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca intervenía demasiado, nunca se comprometía demasiado.  Estaba siempre del humor justo y trataba cortésmente a las personas, a los mayores, a los jefes y a los subordinados.  Estaba tan preocupado por cumplir con todos sus deberes que nunca tuvo tiempo para saber que significaban.  Daniel era un hombre al que no inquietaban el destino de la humanidad, ni el significado de sus pesadillas.

Daniel era un marido muy metódico.  Tanto, que casi, casi, no parecía un marido.  Nunca preguntaba demasiado, nunca pedía demasiado, nunca curioseaba demasiado, nunca daba demasiado.  Cuando era preciso se disponía a hablar brevemente, escuchar brevemente y proceder brevemente, durante el abrazo.  Estaba tan preocupado en observar todas las reglas del matrimonio que nunca se le ocurrió disfrutar.  Daniel era un marido al que no inquietaban los fantasmas de la felicidad, ni los demonios de los celos.

Daniel era un padre muy riguroso.  Tanto, que casi, casi, no parecía un padre.  Nunca preguntaba bastante, nunca pedía bastante, nunca curioseaba bastante, nunca intervenía bastante, nunca se comprometía demasiado, nunca daba demasiado, nunca esperaba demasiado.  Estaba siempre dispuesto a juzgar y a ordenar, sin olvidar los buenos modales.  Estaba tan preocupado por ejecutar todas las obligaciones de la paternidad que nunca pudo conocer a sus hijos.  Daniel era un padre al que no inquietaban las frustraciones de sus sueños, ni las posibilidades de una guerra.

Daniel murió una mañana de verano.  Lo enterraron por la tarde.  Por la noche comenzaron a olvidarlo.

El Todopoderoso lo observó en silencio, mientras escuchaba el minucioso relato de sus deberes cumplidos.  Después suspiró el Creador, -Daniel jamás suspiraba- y dijo: "Diariamente, cuando orabas prolijamente tus oraciones, sin olvidar ninguna palabra, yo esperaba.  Como esperaron tus padres y tus hijos, tus maestros y tu mujer, tus compañeros y tus ángeles.  Esperaba que preguntaras algo, que pidieras algo, que exigieras algo, que sintieras algo demasiado poderoso para ser controlado.  Esperaba que te encontraras o te perdieras.  Esperaba, como todos esperaron, que me necesitaras.  Pero me has dado a Mí, regularmente, lo mismo que le has dado a la vida: una devoción vacía.  Tú eres el único fracaso imperdonable para la Creación: un hombre que no la cuestiona.  Vete, Daniel -concluyó el Señor-, también yo quiero olvidarte".